Sus enemigos han olvidado que los símbolos verdaderos no pueden ser decretados
El 21 de octubre de 1967 los jóvenes cubanos hacían pública una carta a Che. El hombre del siglo XXI, que tú soñaste y por el que combatiste, eres tú mismo, le escribían, en una confesión hecha desde esa sinceridad tremenda que acompaña siempre el dolor de un pueblo.
El mismo día, en Washington —la capital del gobierno ubicado en las antípodas de la Isla—, una marcha de protesta contra la guerra de Vietnam, enarbolaba, entre sus carteles, la imagen de Che. Un trovador dedicó sus canciones a «uno de los grandes revolucionarios de nuestro tiempo, que fue asesinado... cuando tomaba parte en la revolución del pueblo», y los miles de manifestantes le rindieron homenaje desde el silencio.
La coincidencia de ambos hechos, en países ubicados en los extremos del socialismo y el capitalismo, pudiera ser la mejor metáfora para mostrar que Che es uno de los símbolos más universales legados por el siglo XX a la historia de la iconografía revolucionaria.
Che ha trascendido todos los olvidos decretados, todos los errores y fracasos en el camino hacia la emancipación definitiva del ser humano, todas las barreras de la temporalidad y los espacios. La confirmación de esa universalidad, no admite réplicas; basta con mirar cualquier manifestación contra la opresión, por la libertad y la justicia: su imagen atraviesa, como ninguna otra, ese mundo de banderas, pancartas, carteles...
Algunos han tratado de explicar esa continuidad de manera estrecha y distorsionada. La causa estaría, dicen, en su imagen misma —que evocaría, en un sentido estrictamente visual, sentimientos de rebelión—; o también en esa innata rebeldía que, defecto genético superable, acompañaría a esa etapa de la vida, la juventud. Pero no es extraño que, simbolismo revolucionario indomable, Che haya sido —y sea— objeto de sistemáticos empeños por atacarlo, por vaciarlo de significados y convertirlo en una moda, mercancía de boutique.
Han dicho que es un mito construido por las izquierdas para ser adorado en los altares de las revoluciones. Dicen que ninguno de aquellos que lo lleva en su camiseta, sabe quién fue. Dijeron, hace una década, que ya era tiempo de terminar con el misterio de su tumba, porque había pasado, definitivamente, el peligro de que sus ideas renacieran. Paradoja: el último intento por acabar con el símbolo, fue la estrategia opuesta a la seguida en 1967; si entonces escondieron su cadáver, supuestamente para evitar sitios de peregrinación, ahora lo mostraban, afirmando que ello pondría punto final a su leyenda.
ParadigmaHan olvidado que los símbolos verdaderos, no pueden ser decretados. Olvidaron que los tiempos de la historia, no se ajustan a capricho de los pocos. Ni la destrucción, ni la muerte física —en sus expresiones más descarnadas— alcanzan para derribar los significados, las ideas y los sentimientos ligados a un paradigma, cuando algún lugar o un hombre, se han levantado hasta esa condición.
En realidad, solo perdura lo que es necesario. Tal es el motivo esencial de lo perenne. ¿Para qué sirven los símbolos? Para expresar sentimientos, ideas, emociones; para proclamar que se comulga con ciertos paradigmas, la pertenencia a un grupo... Pero, en el caso de Che, esa necesidad que explica la permanencia de su simbolismo, no tolera quedarse solo en el acto de la expresión.
Ejemplo supremo de la coherencia entre el pensar y el decir, entre el decir y el hacer, el símbolo que nace del pensamiento y la acción revolucionarias de este hombre, no admite que quien lo porte sea solo asta inmóvil. No puede agotarse en el gesto de la rebeldía, sin que piense ni actúe para transformar al mundo y a sí mismo. Quien lo lleve y no sea consecuente con lo que significa, en realidad no lo lleva; porque el primero en cuestionarlo será el propio Che, desde todos los simbolismos que emanan de su vida y obra.
«El Che representa la alegría de la rebeldía; el Che es la mejor prueba, su imagen, de que otro mundo es posible, y ese otro mundo es solidario, justo, pero también alegre, feliz», explica alguien que levanta una bandera con su imagen. «Es un símbolo que representa para nosotros esperanza, juventud, lucha, resistencia, coraje, y por encima de todo, solidaridad».
«El Che, para los jóvenes del mundo, y para mí, encarna una idea de lucha por una sociedad mejor, por la paz y la solidaridad», afirma un joven. «El Che significa, en general, para la juventud, ese guerrillero rebelde que ha dado su vida para liberar a los pueblos y, bueno, es un joven que se toma como símbolo de rebeldía, para todos. Creo que sería eso, se tenga conocimiento del socialismo o no, lo que representa la figura del Che».
Precisamente, las carencias en el conocimiento de su vida y pensamiento, han sido la principal razón de las tergiversaciones e insuficiencias que han marcado la historia del legado guevariano. Porque la fragilidad de los mitos, a la vez que todo su poder más vacío, descansan justo en el desconocimiento.
Muchos de quienes portan la imagen de Che, confiesan no conocer a profundidad su vida e ideario. Reconocen haber leído apenas cierto esbozo biográfico o algunos fragmentos dispersos de sus escritos y discursos. Se identifica a Che con un grupo de ideas y valores —humanismo revolucionario, ética, austeridad, rebeldía, radicalidad, actuar consciente y consecuente, honestidad, antiimperialismo, solidaridad y latinoamericanismo— que, supuestamente, bastan para asumirlo como emblema.
Incluso, algunos llegan al extremo de considerar innecesario conocer al hombre para sentirse identificados con su símbolo. «La verdad —declara alguien— es que me sobra lo que fue, hizo o dejó de hacer el Che, porque dejó de ser historia y pasó a ser un símbolo del hombre nuevo, de la revolución internacional, de Latinoamérica de pie, del socialismo, de la lucha sin cuartel».
Pero asumir el símbolo por el símbolo mismo, supone peligros —sobre todo si se trata de uno tan sistemáticamente atacado, como lo ha sido Che. No basta la certeza de su fuerza simbólica, de su indomabilidad, de su carga inherente de significados revolucionarios, porque será pretender dejarle toda la responsabilidad al propio símbolo. Sería convertirlo en una abstracción que obvia los desafíos del mejoramiento humano, propio y universal. Es decir, sería deshumanizarlo. Y es muy poca, o ninguna, la utilidad que puede tener, para los hombres, un simbolismo deshumanizado.
Quizá una de las causas de que muchos porten su imagen, aun sin conocer suficientemente su acción e, incluso en menor medida, su pensamiento, es la cercanía, afecto casi, que distingue la relación con el símbolo de Che, entre todos aquellos que conforman el imaginario revolucionario. Che resulta una suerte de «estado de ánimo», una emoción compartida que atraviesa generaciones, idiomas, geografías y reivindicaciones específicas.
Ese componente afectivo, encuentra su expresión en un inventario de anécdotas que nutren los procesos simbólicos en torno a la figura de Che. Repertorio de narraciones que enfatiza aquellos valores encarnados por Che, unido a un conjunto de frases, cierta o aparentemente de su autoría, que refuerzan tales sentidos.
Toda una antología de sentencias destacan significados como el valor del ejemplo —«Cada vez que derriban un árbol, el ruido se escucha muy lejos pero silenciosamente la brisa lleva millares de semillas»—; la necesidad del sacrificio —«¿Si no ardemos quién entonces vencerá la oscuridad?»—; el humanismo —«La solidaridad es la ternura de los pueblos»—; o la coherencia revolucionaria —«La revolución se lleva en el corazón para morir por ella, no en los labios para vivir de ella».
La poesía de un revolucionarioHay, siempre, un sentido poético en esa fraseología, porque el símbolo de Che encarna, como ningún otro, toda la poesía del hecho revolucionario. Solo que ninguna de estas máximas, pertenecen a Che. Esas recreaciones confirman la especial relación que se establece con el símbolo, en la cual se incorpora la imaginación de manera espontánea. No hay irrespeto en esas lecturas, pero sí ciertos riesgos. El principal, es que en ese camino, se encuentra la posibilidad de la distorsión de su legado, porque los límites entre las ideas de Che, y las de quienes presuntamente lo citan, se tornan difusos. De hecho, es frecuente que se acuda a su símbolo para legitimar las ideas propias.
Contrario a esas posturas según las cuales «no hace falta estudiar al Che para sentirse identificado con su imagen», se trata de trascender esa pura empatía visual con su figura, que nace casi de manera espontánea en cada nueva juventud, y luego permanece en aquellos para los cuales la rebeldía no es solo un síntoma juvenil, sino un sentido trascendental de la vida. Y la única manera de alcanzar esa trascendencia, es conocer su acción y su pensamiento, encontrar en estos —y en su coherencia—, la fuente de los significados que hacen al símbolo, y sus mejores sentidos e implicaciones para la acción propia.
Siempre existe un peligro, en el acto sistemático de recordación a los héroes: «van constituyendo con el tiempo cierta especie de tarea disciplinaria, y más o menos —quiérase o no— se convierten en un acto mecánico». Hablando de Camilo, el propio Che advirtió ese riesgo en los homenajes a la historia; refiriéndose a Martí, señaló la única manera de evitar ese vaciamiento paulatino del gesto rutinario y cumplidor: hacer cercanos a los héroes, que es humanizarlos y verlos como algo vivo.
El aliento de su simbolismoPara los jóvenes, en especial, hay demasiados hechos y circunstancias que obligan a huir siquiera del asomo de las lecturas tergiversadas del símbolo de Che, del legado de su ejemplo y su pensamiento. La principal: ese particular aliento juvenil de su simbolismo, que encuentra sus motivaciones más profundas, en su propia condición de joven y revolucionario auténtico, así como en sus ideas sobre las implicaciones esenciales de esa relación entre la juventud y la revolución.
Era de esos temas tan complejos, que siempre conversaba Che en sus diálogos con los jóvenes. No hablaba sobre temas sencillos, sino de las esencias más profundas de una revolución: la conciencia, el ejemplo, la ética, la cultura, la felicidad humana y el amor del revolucionario verdadero. No les pedía dejar la alegría innata de la juventud, pero tampoco confundirla con la superficialidad, sino ser alegres y profundos a la vez. Les revelaba todos los desafíos del camino del revolucionario, para nada «un ser celestial, que cae a la tierra por la gracia de Dios, que abre sus brazos, empieza la revolución, y que todos los problemas se resuelven cuando surgen, simplemente por esa gracia del Iluminado». Y, desde su humanismo radical, les exigía «ser esencialmente humano, y ser tan humano que se acerque a lo mejor de lo humano».
Levantar el símbolo de Che ha de ser para los jóvenes, por esto, una suerte de continuación comprometida de ese diálogo y empatía a veces casi espontáneos con él. Sus ideas y acción deben resultar —fieles a su sentido— provocación a la reflexión y el hacer propios, desde el presente, sobre el hoy y el mañana. Conocerlo, que es humanizarlo y hacerlo cercano —que es, al mismo tiempo, la única manera de portarlo, de manera actuante y consecuente. La utilidad de los símbolos —más que ningún otro, del guevariano— no puede ser otra que la tensa convergencia, en quien lo lleva, de su propia acción y lo que aquellos representan y evocan.
Entonces, la mejor interrogante que puede acompañar al símbolo de Che, continúa siendo aquella que se hacían los jóvenes cubanos en su carta de 1967: «¿En qué medida cada uno de nosotros, individualmente, es digno de tu ejemplo?» Esa pregunta es, a su vez, la respuesta más convincente a aquel póster que, hace algún tiempo, denunciaba simbolismos ingenuos y distorsionados en torno suyo: «En mi cuarto tengo un póster de todos ustedes». Lo firmaba: Che.
*Periodista e investigador. Centro de Estudios Che Guevara.