Sarkozy despidió con aplausos a su antiguo jefe, con el que guardó una tormentosa relación durante años. Foto: AP El presidente francés, Jacques Chirac, ya tenía hechas las maletas. Este miércoles recibió en las puertas del Palacio del Elíseo al mandatario recién electo, Nicolás Sarkozy, y dialogó con él en privado, con la reserva necesaria para revelarle la clave secreta de las armas nucleares galas. Un auto lo esperaba a la entrada. Al abordarlo, dijo adiós a los 12 años que pasó al frente de la República.
Acabó así la carrera de quien alguna prensa definió como «el camaleón», por su facilidad para trasmutarse y sobrevivir. El que en sus días de juventud vendió ejemplares del diario comunista L’Humanité (simpatizaba con esas ideas) y más tarde se volvió hacia la derecha, pone punto final a su expediente, que registra dos mandatos presidenciales (1995-2002; 2002-2007), dos períodos como primer ministro (en «cohabitación» con el presidente François Mitterrand) y 18 años como alcalde de París.
Fue en los años de ríspida convivencia con el mandatario socialista que se revelaron de modo más evidente las concepciones del que después regiría a Francia. Mitterrand, más de una vez, rechazó firmar los decretos de privatización a gran escala que le presentaba Chirac, así como su iniciativa para obstaculizar la adquisición de la nacionalidad francesa por parte de los inmigrantes, o una ley para facilitar el despido de los trabajadores públicos.
Ya como jefe del Estado, Chirac comprobó repetidamente cómo algunas de las medidas promulgadas por gabinetes de su mismo signo político (la Unión por un Movimiento Popular), que atentaban contra el modelo de bienestar social, podían actuar como un repique de campanas para las multitudes descontentas. El Contrato de Primer Empleo (CPE), por ejemplo, otorgaba mayores libertades a los empresarios para, cuando se les antojara, echar a la calle a los trabajadores jóvenes. Sin embargo, las furiosas revueltas que provocó, en marzo de 2006, llevaron al presidente a decir que no se aplicaría.
Y ya que hablamos de disturbios, recordemos los de noviembre de 2005, cuando la muerte de dos hijos de inmigrantes en la periferia de París destapó el incendio de miles y miles de automóviles en todo el país, un fuego que atizó el entonces ministro del Interior, Sarkozy, al llamar «escoria» a los jóvenes de esos barrios. Muchachos sin esperanza, que de solo informar dónde residen, son mirados con recelo por sus potenciales empleadores.
Son ellos la viva huella de la «fractura social» que Chirac prometió remediar. Pero se fue sin conseguirlo, y sí, de propina, con un nivel de paro (8,5 por ciento) de los peores en la Unión Europea. Dudosamente sus coterráneos lo evoquen con la misma simpatía que al protector Mitterrand.
En otros sitios, en la propia Europa, aún resuena el portazo dado por los franceses en 2005 a un proyecto de Constitución Europea que, entre otras cosas, alentaba las deslocalizaciones empresariales y dejaba buen margen para la privatización de los servicios públicos. Chirac había puesto un empeño muy personal en el asunto, y el electorado se lo tomó entonces como un plebiscito contra él.
Sin embargo, lo más notable por lo que se recordará a Chirac, será por su firme negativa a la invasión contra Iraq. En febrero de 2003, la amenaza de París de vetar un texto que autorizara el uso de la fuerza contra Bagdad, motivó que en Washington arreciaran las mofas y las condenas contra una Francia «ingrata», «olvidada» de los soldados de EE.UU. muertos en suelo francés durante la Segunda Guerra Mundial.
Con todo, las expectativas de quienes pensaron que el mandatario galo sería la piedra en el zapato de Bush, se fueron a bolina cuando, en septiembre de 2004, ambos hicieron aprobar una resolución en el Consejo de Seguridad que presionaba a Siria para que sacara sus tropas del Líbano. Y es que, si bien el intelectual del Elíseo fue un intragable para el descerebrado de la Casa Blanca, no por ello la tradicional alianza entre dos potencias con intereses comunes iba a naufragar.
En cuanto a Irán, Francia se hizo eco de la postura de EE.UU. de que Teherán debía suspender el enriquecimiento del uranio que utilizará en su programa nuclear. Incluso, en un polémico discurso en enero de 2006, desde una base de submarinos militares, Chirac subió los tonos: «Los dirigentes de Estados que recurran a medios terroristas contra nosotros, o que piensen utilizar armas de destrucción masiva, deben saber que se expondrán a una respuesta firme y adaptada, que puede ser convencional, pero también de otra naturaleza».
Desde luego, las armas «de otra naturaleza» ya sabemos qué son; y los «Estados» a que aludió, es fácil adivinarlos. O más exactamente: adivinarlo, en singular.
Algunas otras cosas se podrían decir del viejo Jacques, como su propuesta de impuesto sobre los pasajes de avión, para ayudar a los países atrasados, y paradójicamente, su defensa de los jugosos subsidios a la agricultura europea, que tanto empobrecen a los productores del sur. Su cordial antipatía hacia un Tony Blair demasiado pronorteamericano para su gusto, o su decisión de reintegrar a Francia en la estructura militar de la OTAN.
Pero ya abordó el auto. Agita la diestra, en señal de despedida, y Sarkozy, su sucesor, lo aplaude. Dentro de muy pocos días, la gente podrá comparar...