Foto: Prensa Miraflores Sí, el panorama pinta optimista; pero no es una aseveración que suscriba por los mismos motivos que José Luis Machinea, el titular de la respetada CEPAL, a propósito del crecimiento mayor que —ha dicho— están experimentando las economías latinoamericanas.
Tampoco me suscribiré a ninguna de las variopintas definiciones con que muchos analistas han intentado definir teóricamente —ahora que acaba 2006—, el rumbo por el que esta parte del hemisferio se enfila. ¿Giro hacia la izquierda? ¿Por el contrario, movimiento de la izquierda hacia el centro? ¿Preeminencia de la socialdemocracia en sustitución de las revoluciones armadas de los años 60 y 70?
Nadie podría llamarse igual ni caben todos bajo una definición al mismo uso y semejanza. Cada quien traza su derrotero, diría incluso que sobre la marcha. En todo caso, si alguna lectura puede hacerse mirando a la mayoría, es que en 2006 el neoliberalismo recibió cristiana sepultura justo aquí, en América Latina.
¿Acaso hay reflejo más homogéneo al cerrarse el abanico electoral de estos 12 meses, que el deseo de los pueblos de romper con el modelo y con la politiquería tradicional
Quizá uno de los apuntes más importantes sea que ese deseo se ha materializado en las urnas, lo que implica que las masas han adquirido claridad. Y que los procesos que pueden llamarse revoluciones —porque aspiran a una transformación profunda de la sociedad— se hacen cumpliendo los requisitos que «exigen» la ONU y la OEA, y hasta la Carta Democrática que la Casa Blanca hubiera querido, pero no ha podido utilizar para frenar los cambios que le incomodan. Revoluciones desde lo institucional, con respaldo mayoritario de los pueblos.
En otros casos, los programas son menos radicales. Pero, salvo excepciones, aun los menos osados se resisten a seguir siendo pasto de la voracidad financiera internacional. Se rompe o se saldan deudas con el Fondo Monetario, para que no moleste más. Y sea por conciencia, ideología, o sabia observación de la historia reciente, los nuevos gobernantes parecen convencidos de que lo primero es satisfacer las maltrechas condiciones del ciudadano de a pie.
Antineoliberalismo, oído a los pueblos y, por primera vez, una auténtica y más colectiva voz que elude ser el eco del Norte, podrían ayudar a definir los perfiles amplios que retratan hoy a América Latina. Si el panorama resulta más optimista, es porque se la ve más unida. Y porque el mandato de Washington cada vez pierde más fuerza. Basta con esa condición para que merezca llamarse distinta la etapa que se abre en la región. Hay más independencia.
FÉRTIL GESTACIÓNLa aplastante reelección de Hugo Chávez, este diciembre, fue el broche de oro por el que apostaban las mayorías a favor del mundo «mejor» y «posible»: sería más difícil la integración en ciernes sin la solidez generosa e integracionista de una economía como la de Venezuela. Precisamente, el anuncio de que las cosas empezaban a variar fue su irrupción en 1998, cuando Chávez ganó por vez primera la presidencia.
No. La variación en el fiel de la balanza política latinoamericana no se generó totalmente en el año que está por concluir. Probablemente «el caracazo», regado con la sangre de cientos de venezolanos reprimidos cuando protestaban contra el neoliberalismo de Carlos Andrés Pérez, fuera el primer atisbo del fermento, en el lejano año de 1989.
Después se extendería la gravedad del estatus y su fracaso, ostensible en la imposibilidad del neoliberalismo de gestar el desarrollo, y mucho menos de implementar la justicia social. Trabajo, comida, salud y educación fueron derechos enunciados por las élites solo como falso clamor para poner curita sobre la herida grande que, ya en los años 90, acusaba el modelo.
Foto: AP Pero el desborde de la copa de la bonanza nunca llegó, como tampoco se materializó el ya amarillento eslogan —tan de moda que estuvo en muchas cumbres de Iberoamérica— acerca del «crecimiento con rostro humano» o «con énfasis en lo social».
La pobreza creció. Acicateadas por la injusticia de un esquema que desarboló la capacidad regente de los Estados vendiendo sus recursos naturales, los bienes inmuebles y hasta servicios vitales como el agua y la luz; desencantadas por el engaño de décadas de gobiernos corruptos, las masas dieron el aldabonazo con la protesta. El hambre o tan solo el hastío hicieron que la gente tomara las calles.
Y la vida dio la razón a quienes auguraron, en medio de la desazón por la falta de alternativas preconcebidas, que los cambios vendrían jalonados desde abajo. Luego, de acuerdo con sus condiciones, cada quien los implementaría en su nación...
Gobiernos derribados no por golpes militares, sino por verdaderas sublevaciones populares, fueron el signo alarmante de que la resaca de la ola sobrevenía, y amenazaba con arrasar.
Donde los partidos políticos de izquierda no estaban listos ante el poder en crisis, los movimientos sociales y populares, tal vez sin planearlo, fueron la voz cantante a la que se sumaría el resto después. No siempre hubo los líderes políticos necesarios, pero el momento iba a llegar... Y buena parte de la contienda se ha terminado de librar en las urnas en el año que se va, abierto por un verdadero acontecimiento para el mundo y no solo para América Latina: la victoria en Bolivia de Evo Morales, el primer presidente indígena.
Ese ha sido el fracaso mayor del Consenso de Washington: convertirse en su propio victimario. Las privatizaciones, los recortes al gasto social y el poderío otorgado a las transnacionales se viraron contra sus cánones, como un verdadero bumerán.
He ahí los antecedentes de este mapa político cambiado. El desafío de su geografía ahora es cohesionarse para poder andar.
LOS RUMBOSFoto: AP Nacionalización de los recursos naturales, contratos más justos para que las transnacionales no se lleven una cuota mayor de las ganancias que corresponden al país, uso de las tierras ociosas y elaboración de la nueva Carta Magna son algunos de los retos llevados adelante en 2006 por el MAS de Bolivia, en franca guerra con la oligarquía, en tanto los bolivarianos liderados por Chávez reciben a 2007 enzarzados en una definición teórica que retrata a un proceso en consolidación: la implementación de lo que el Presidente ha llamado Socialismo del XXI y del Partido Unido.
En Ecuador, el electo Rafael Correa ha ratificado que no suscribirá el TLC con Estados Unidos, al tiempo que busca la manera de implementar la anunciada Asamblea Constituyente.
Sin escarbar en el estatus del país, usado como la única vitrina presentable del «bienestar» neoliberal, Michelle Bachelet pone el acento en Chile en las mejoras para recortar la brecha social, que fueron el plato fuerte de su programa de campaña; en tanto en Brasil, Lula tiene el camino más despejado luego de cortar las ataduras con el Fondo —siempre sin decepcionar a la gran empresa—, aunque mantiene ante sí el desafío de la enorme pobreza del campo y las favelas. En Nicaragua, el sandinista Daniel Ortega confirma que gobernará para los desposeídos sin dañar al empresariado, lo que exigirá no pocos esfuerzos cuando tome el poder, en breves días...
Solo la Colombia del reelecto Álvaro Uribe y el Perú, donde Alan García volvió a la presidencia, se han sumado a Chile al firmar acuerdos de libre comercio con Estados Unidos que coartarán, si son ratificados por el Congreso estadounidense, su declarado interés de mantener una relación latinoamericana activa.
Ningún programa es el mismo salvo en la preeminencia que se otorga a los nexos con los vecinos, ratificada por la reciente Cumbre Sudamericana de Naciones, celebrada en Cochabamba. Eso hace también que esta Latinoamérica heterogénea sea, al mismo tiempo, de iguales entre sí y, sobre todo, distinta como conglomerado a la que vivió hasta ayer dispersa y atomizada, pendiente de los estornudos de EE.UU.