Cuba ha avanzado mucho en poco más de medio siglo de Revolución. La sociedad rompe barreras, gesta procesos más plurales, forma profesionales con mirada de género para marcar los cambios en la salud, la educación, el derecho, la cultura...
No creo en el eterno femenino, una esencia de mujer, algo místico. La mujer no nace, se hace. Simona de Beauvoir, escritora y feminista francesa, 1908-1986
Hace algunos meses visité una emisora municipal de radio en el interior del país donde me preguntaron, con la mejor de las intenciones, cómo me defendía de las acusaciones de feminista que de seguro recibía por mi trabajo en esta página.
No pude evitar reírme, porque mi interlocutora estaba sinceramente interesada en encontrar ayuda para posicionar en su emisora un programa sobre la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, entre ellos el de sentir y ofrecer respeto, y el de ser felices tanto en la vida pública como la privada.
Si una profesional de los medios demoniza un término como feminismo no es, en principio, un error de ella. Hace décadas que ese movimiento es ponzoñosamente despojado de su trasfondo ideológico liberador para dejarlo en cáscara no generalizable de un supuesto odio entre sexos o un pretendido igualitarismo biológico a ultranza.
La caricatura de lucha histérica por el poder o machismo a la inversa que algunas colegas endilgan a la contracultura feminista no tiene nada que ver con las ansias de justicia social y pluralidad que la sustentan desde sus inicios.
Ni siquiera se trata de colocar a la mujer por encima del hombre a partir de razones históricas o sentimentales, sino de igualar oportunidades desde el reconocimiento de nuestras múltiples diferencias, porque hay muchas maneras de ser mujer o de ser hombre atendiendo a la edad, origen, color de piel, nivel cultural, intereses, vivencias y apetitos sexuales.
Desde los medios de comunicación se construye hoy un universo simbólico, un esquema de lo que supuestamente es, fue o será este mundo que habitamos. Gracias a eso no hay que ser esquimal para entender el riesgo del deshielo en los polos, ni ballena para exigir la descontaminación de los océanos.
Pero esta realidad mediatizada tiene también su lado malo: el bosque patriarcal no deja ver ciertos árboles, y los patrones del «deber ser» en lo femenino y lo masculino se reproducen casi idénticos desde la época del Oscurantismo.
Como mujer pública (y allá quien quiera verlo en otro sentido) asumo mi responsabilidad en la reconstrucción de paradigmas útiles para las nuevas generaciones, y apelo a la empatía para entender qué sufren dos mujeres o dos hombres cuando reprimen sus ansias de tomarse la mano en plena calle.
No necesito ser una repudiada para elegir partido al lado de la muchacha que demanda a esta sección más estrategias con que enfrentar el rechazo de su familia al novio negro, al que le lleva 15 años, al que nació en otro país, o profesa otra religión, o no tiene cuenta bancaria.
Tampoco hace falta ser hombre para palpar el estremecimiento de un padre al que limitan el disfrute de su bebé como castigo por no seguir al lado de la madre, o el dolor de aquel que se cree obligado a renunciar a la vida para no «humillarse» con la revisión de su próstata.
No necesito ser esas otras personas para hablar por ellas porque soy feminista, y eso me da herramientas para entender y develar ciertos mitos, desaprender prejuicios, seguir las pistas de cualquier gesto discriminatorio y proponer alternativas dignas a dilemas de los que casi siempre han salido favorecidos unos pocos, porque las políticas públicas en muchos países suelen dictarse desde la visión de los hombres heterosexuales maduros, citadinos, blancos y con recursos económicos considerables.
Cuba ha avanzado mucho en poco más de medio siglo de Revolución. La sociedad rompe barreras, gesta procesos más plurales, forma profesionales con mirada de género para marcar los cambios en la salud, la educación, el derecho, la cultura...
Debería sentirme satisfecha —dicen quienes no entienden mi cruzada contra el lenguaje monosexo—, pero el avance práctico no basta si no se vuelve explícito en la prensa, y me preocupa, sobre todo, por la incoherencia histórica que estamos construyendo supuestamente para cuidar el idioma.
Dentro de un par de siglos, cuando se investigue la presencia femenina en esta época a través de sus periódicos y revistas, se encontrarán muchas imágenes semidesnudas o fraccionadas y un montón de textos que hablan del hombre, los médicos, los estudiantes, los jóvenes, los clientes, los dirigentes, los científicos, los lectores, los niños, los padres...
Y se preguntarán entonces, con muchísima razón: ¿Dónde estaban las mujeres del siglo XXI que no vivían de quitarse la ropa para posar ante las cámaras?