La virginidad y el control de la sexualidad femenina han dado lugar a todo tipo de prácticas en diferentes épocas y culturas. Sin embargo, desde un punto de vista médico, la expresión material de la virginidad es solo un resto en el proceso de formación del aparato genital femenino
Resulta más difícil conseguir una victoria sobre las pasiones que vencer enemigos ordinarios. Yoritomo Tashi
En el Congreso de Sexualidad celebrado en enero pasado asistí a un taller que con el sugestivo título de ¿Cómo canalizar la sexualidad adolescente? daba una especialista centroamericana. Para mi sorpresa resultó que su fórmula era aquella tan en boga desde hace siglos: mantener la virginidad hasta el matrimonio.
En los últimos años se han retomado un cúmulo de ideas para defender la vuelta a la estricta virginidad prenupcial, entre otras razones usando al sida como señal de castigo divino. Pero, como bien dijera el notable sexólogo Ifigenio Amezúa, el himen no es más que una frágil telilla cubierta de gruesas ideas, la cual ha sido valorada a lo largo de la historia como prueba de pureza y por ende como garantía, trofeo, recompensa.
Desde un punto de vista médico, la expresión material de la virginidad es solo un resto en el proceso de formación del aparato genital femenino. Cuando el canal vaginal está completo sus paredes se separan, dejando un trazo de su antigua unión. Algunos simios lo tienen, muy rudimentario, pero en casi ningún otro animal se encuentra algo parecido.
La virginidad y el control de la sexualidad femenina han dado lugar a todo tipo de prácticas. En los antiguos pueblos romano y chino mostraban el lienzo manchado en la noche de bodas. En zonas rurales de Egipto el marido es el encargado de romper el himen con los dedos, y en algunas áreas de África los labios vaginales se cosen de modo rudimentario para que solo puedan abrirse con una incisión.
En la típica boda gitana, el ritual exige desflorar a la novia a manos de una experta con un pañuelo de seda que su madre mostrará luego públicamente, y las novias musulmanas también deben firmar con sangre su integridad. Incluso en la Biblia se recomienda a los padres que guarden esas «pruebas», por si el marido reclama.
Qué problema entonces para aquellas muchachas que nacen sin ese resto de membrana o tienen una muy sutil y pobre en vasos sanguíneos… O para las que la tienen tan elástica que puede permanecer intacta hasta el primer parto (o sea, que su existencia tampoco garantiza la «pureza» de la chica).
El mito occidental de la virginidad se hizo fuerte en el siglo IV de nuestra era, cuando el martirio ya no constituía un sello para diferenciar a cristianos y no cristianos, y se buscó otro modelo para distinguirlos. San Agustín y otros padres de la Iglesia escribieron sobre el mérito de la castidad en hombres y mujeres, pero poco a poco esa práctica se decantó como femenina por la devoción mariana: María, virgen y madre, deviene modelo de virtud inalcanzable para las mortales.
Pero esa obsesión antecede a la cultura judeocristiana. Es tan antigua como la agricultura de plantación y la propiedad sobre la tierra y lo cosechado, en los albores del neolítico, diez mil años atrás. Al iniciarse la sociedad estratificada y patriarcal, que transmite bienes y derechos de padres a hijos, la mujer se convirtió en pertenencia exclusiva del varón, y el himen en garantía para la continuidad del linaje.
Si para muchos la virginidad es requisito, para otros en cambio se trata de un engorro que se debe eliminar cuanto antes. Por la época en que los señores feudales dejaban bien instalado el cinturón de castidad en sus esposas antes de marchar a la guerra, cuenta Marco Polo que ningún tibetano se habría casado con una virgen, porque se valoraba muy poco a la mujer que no conociera varón.
La tribu africana de los cewa cree que si una muchacha no tiene una relación sexual antes de la primera menstruación puede enfermar y morir. Las jóvenes nayar de la India son desfloradas en grupo antes de llegar a la pubertad por un hombre elegido al efecto, en una ceremonia de iniciación que dura cuatro días. En algunas tribus de la Polinesia solo se inicia a las hijas de los jefes, las demás son desfloradas manualmente al nacer.
Tales culturas no hacen énfasis en la virginidad, sino en la fertilidad. El significado de la iniciación es proporcionarles experiencias sociales y hacerlas más disponibles para el sexo. De modo similar se ha intentado explicar el derecho de pernada de los señores feudales no como abuso de poder, sino como obligación del jefe de la comunidad.
Por otra parte, la virginidad también despertó el ancestral temor masculino ante lo desconocido y fomentó mitos como el de la caja de Pandora, la vagina dentada, la fuerza diabólica que se oculta tras el himen… A las doncellas se atribuían poderes extraordinarios: según una leyenda polaca podían hacer rodar el agua en bolas. En Hungría decían que eran capaces de andar sobre un nido de abejas, y en la India, que su beso podía ser mortal. Los cíngaros usaban su orina para sanar epilépticos y en Inglaterra se discutía si curaban la sífilis o la causaban.
Una leyenda griega narra que una hermosa y virginal princesa nórdica conquistó el corazón del rey Alejandro, pero el sabio Aristóteles, desconfiando de ella, le pidió que besara a un soldado antes de consumar la unión, y al contacto con su boca el hombre cayó fulminado.
En la primera edición en México de la guía para la educación Sexología Básica (1976), el doctor Gustavo Azcárraga señalaba: «La adolescente debe cuidar su prestigio como persona honesta y debe evitar causar la impresión de ser presa fácil (…) Es de recomendar que, sin obstaculizar en forma exagerada las caricias y besos que le proporcione el novio, sepa ofrecer una resistencia discreta y hábil (…) Una novia recatada en ningún caso deberá permitir caricias en los pezones, los glúteos, la cara interna de los muslos y los órganos genitales». Diez años más tarde, en la segunda edición, afirma: «Los límites de tolerancia a las caricias, mencionados, han pasado a la historia en esta época en que el adolescente y a veces el preadolescente ya recurre al coito, que presupone todo tipo de caricias y excitaciones previas».
*Especialista en Psicología de la Salud. Centro Comunitario de Salud Mental María Elisa Rodríguez del Rey Bocalandro, municipio de Arroyo Naranjo.