La donación generosa debería estar asociada a las mejores intenciones y episodios de la historia. Sin embargo, también han existido el lucro, la explotación y la muerte
Albúmina humana al 20 por ciento, un frasco cada ocho horas. Así puede estar indicado como parte del tratamiento de un enfermo grave… Mas la cualidad de ese producto farmacéutico no es fortuita. La albúmina es obtenida de la sangre de personas deseosas de ayudar a sus semejantes, por lo que resulta absurdo poner precio a ese recurso vital que hasta hoy es irreemplazable.
Aunque el universo de la sangre suele estar relacionado con el altruismo y muchas otras manifestaciones de virtud, hay, sin embargo, sombríos pasajes de la historia que jamás deben ser olvidados.
Cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial existían conocimientos básicos que permitieron el desarrollo de una industria global de la sangre, liderada por Estados Unidos. Ya se podía obtener el plasma (plasmaféresis), almacenarlo y separarle la albúmina, las gammaglobulinas (anticuerpos) y algunos factores de la coagulación. Estos productos fueron descifrados por los «mercaderes chupasangre» como una importante fuente de riquezas mediante la explotación.
Un pequeño grupo de empresas farmacéuticas logró dominar el negocio. Inicialmente se fundaron factorías de plasma en barrios pobres de Estados Unidos, con el fin de obtener sangre de sus habitantes, a quienes pagaban por cada donación una cifra absurda.
Pero con el tiempo la materia prima empezó a escasear y los negociantes se vieron obligados a importar plasma de países subdesarrollados.
El primer centro que llamó la atención fue Hemo Caribbean, montado en Puerto Príncipe, capital de Haití. Su fundador fue Joseph B. Gorinstein, un corredor de bolsa de Miami asociado al temido ministro haitiano del Interior y Defensa de aquel entonces, Lucker Cambronne. Juntos lograron exportar hasta 6 000 litros mensuales a empresas norteamericanas, alemanas y suecas.
El estado de los que vendían su sangre por tres dólares el litro —equivalente al triple del jornal medio— era deplorable. Muchos padecían enfermedades como tuberculosis, tétanos, afecciones gastrointestinales y desnutrición.
Tanto fue el descalabro que se optó por cerrar la corporación poco antes de cumplir dos de los diez años de concesión.
Aunque esta pretensión de obtener plasma fue un fracaso, no se desistió de tal propósito. En otros países pobres había personas dispuestas a vender su sangre debido a las extremas necesidades que sufrían.
Así, a lo largo de los años entidades norteamericanas adquirieron plasma de más de media docena de naciones, entre las cuales estaban México, Belice, República Dominicana, Costa Rica, El Salvador, Colombia y Nicaragua. Los negocios siempre eran montados por personajes siniestros, expertos en sobornos y otros asuntos mercantilistas.
Nicaragua fue uno de los países tristemente convertido en escenario para el negocio de la sangre. Managua, su capital, había quedado en ruinas como consecuencia del terremoto de 1972. A esa desgracia natural se sumaba la presencia del dictador Anastasio Somoza Debayle.
Gran parte de los nativos de ese país sufrían los azotes de la extrema pobreza, el analfabetismo, las enfermedades y la desnutrición.
En el paisaje desolador de la capital desentonaba la pulcritud de algunas construcciones, entre estas, un trío de edificios que lucían un color blanco inmaculado. Un muro alto rodeaba las tres edificaciones, de modo que solo era posible entrar a través de una puerta muy vigilada. Hasta allí acudían las personas desesperadas por vender su plasma.
Denominada Compañía nicaragüense de plasmaféresis S.A., el centro era propiedad de un tal Pedro Ramos Quirós —cubano desafecto de la Revolución—, quien había arrendado el lugar a la familia Somoza.
Por un tiempo ese fue el mayor centro de la «sangre» del mundo, y en su momento de esplendor productivo llegó a recoger diariamente plasma procedente de un millar de personas.
A pesar de ser moderno y limpio, y de proporcionar a los donantes comida gratuita y dinero, muchos le hacían justicia al lugar y lo llamaban «la Casa de los vampiros». Hasta ese paraje llegaban, en cualquiera de las 24 horas del día, los pobres e indigentes para vender su plasma por cinco a siete dólares el litro.
Luego, el producto obtenido se congelaba y se revendía a las empresas farmacéuticas de Europa y Estados Unidos a un precio cinco veces superior.
Pero un incidente permitió descubrir la barbarie que se vivía en el interior del terrible sitio. En 1977 una mujer denunció la desaparición de su hijo, el joven Mario Salazar Marqués. Él le había dicho que iría a vender su plasma, algo que había hecho también el mes anterior.
Cuando la desesperada madre acudió al centro para indagar por la suerte del muchacho, algunos le afirmaron que lo habían visto. No obstante, nadie pudo aclarar lo que en realidad sucedió, y hubo quien le contó que se había desvanecido.
La señora se aterró. Mario le había contado que algunos sufrían desmayos y eran cubiertos con una sábana verde, trasladados luego al sótano y desaparecían para siempre. El hecho llamó la atención de reporteros, y fue así que afloraron denuncias donde se hablaba de malos tratos y golpizas.
En 1978 la población no resistió tanta ignominia, y el mismo día en que se velaba el cuerpo sin vida de un periodista asesinado por haber denunciado la oscura entidad, una multitud irrumpió en los edificios blancos, destrozó las instalaciones y provocó incendios; mientras, Pedro Ramos huía a Miami, donde encontró protección.
Historias similares ocurrieron en otros países. Las críticas fueron unánimes hasta que las «fábricas vampiras» desaparecieron, al menos hasta donde se conoce. De esos vórtices de explotación, de tráfico peligroso, escandaloso e inhumano, el escritor uruguayo Eduardo Galeano dijo cuando estos fueron desmantelados, que habían quedado «enterrados en algún lugar más oscuro que la noche, con una estaca clavada en el corazón».
Fuente: Douglas Starr. Historia de la sangre. Leyenda, ciencia y negocios. Ediciones B, S.A. Año 2000.