Eliecer Almaguer (Holguín, 1982) Ha conquistado los premios Nuevas voces de la poesía (2009), San Arnoldo Janssen (2010) y Adelaida del Mármol (2012). Tiene publicados los poemarios: Canción para despertar al forastero, Si Dios voltease el rostro y La flauta del solitario, cuaderno que obtuviera el reconocimiento La puerta de papel. Textos suyos aparecen publicados en diversas antologías dentro y fuera de Cuba. Es miembro de la Uneac y de la AHS. Los poemas que presentamos a los lectores hoy pertenecen a La flauta del solitario.
La poesía no está en ninguna parte
quién dijo que sea lírico el canto de las aves
quién hizo creer el artificio de que las flores son poéticas.
Las rosas son niñas profanadas
niñas violadas pétalo por pétalo.
Quién nos engañó hablando de la belleza trascendente.
Podrías leer un poema de Li Tai Po donde se hablara de cigarras
y de estanques de loto
de un cuerpo similar a la nota de los bambúes en el viento.
Podrías leer un poema de esta índole
pensando en que ayer violaron a una niña
y su cuerpecito tumefacto daba un tinte violáceo
a las corrientes.
Maldito el hermoso Li Tai Po y la serenidad de su mundo
malditos los poemas que hablan de cigarras
de un cuerpo que puede equipararse
al canto delicado de las flautas.
Hasta la poesía se ha vuelto cotidiana,
en mi infancia era una pequeña con los ojos vendados
jugando a la gallina ciega.
Los niños nos agazapábamos.
Yo era diestro ocultándome
pero la poesía me hallaba siempre.
La palabra yerba era realmente buena para camuflarse
la poesía contaba hasta cien y yo iba a esconderme
bajo las colchas alumbradas por los faroles de la abuela
mi abuela también se ha ido camuflando
bajo el almidón gastado de sus huesos.
Yo me ocultaba y la poesía tenía los ojos
como los de una niña antes de que la estrella fugaz se suicidara
tanto los apretaba que sentía mis párpados cerrarse
así de unidos estábamos en aquel goce
por esa época del pecho le afloraban dos brotes recién nacidos
como los de mis primas.
Ahora la poesía parece una madre que ha dado de lactar.
Era una gracia esconderme bajo la lluvia y sentir
que sus gotas me picaban como avispas dulces
el cielo era un panal enorme y Dios un abejorro o un zángano
y las estrellas y los cometas laboraban bajo su égida.
O tal vez cuando niño no había nada que se llamase Dios,
ni siquiera algo que se llamase niño,
ningún nombre delataba nuestra mansa presencia.
La poesía y yo existíamos sin conocernos ni nombrarnos
y nos conocíamos y nombrábamos sin palabras ni signos.
La poesía era una niña ciega,
ella iba por la orilla del río y yo la tomaba de las manos.