Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Los rara avis

Autor:

Cecilia Meredith Jiménez

«Muchacha, ¿y eso que tú no te has ido?», me dice una antigua vecina que me vio crecer, como parte de una conversación en la que nos poníamos al día. Para ella yo vendría siendo una rara avis: una persona joven —incluso con estudios— que aún sigue aquí, en vez de intentar labrarse un «prominente» futuro en cualquier lugar fuera de Cuba. Aunque sé que lo hace desde el aprecio que me tiene, imagino que eso piense de mí y lo siento en su mirada, mientras me explica, con sano orgullo que, de sus tres hijos, dos residen en otras naciones.

Al menos ella es sincera y me lo expresa, pero estoy segura de que no son pocos los que piensan así —aunque no todos se atrevan a reconocerlo de manera explícita—, lo mismo familia, amigos, vecinos, que viejos conocidos.

Desafortunadamente, se ha vuelto tendencia que resulte menos comprensible que, mientras una buena parte decide probar suerte en diferentes lares del mundo, otros permanezcamos en el país. Esa oposición entre el «adentro» y el «afuera», el «aquí» y el «allá» cada día cobra más fuerza en nuestro panorama. Pero lo más lamentable es el proceso de desnivelación en la escala de valores que ello ha traído consigo.

Los que permanecen en territorio cubano, aunque sean —o, al menos, intenten ser— felices, tengan salud, familia, amigos, una carrera, una profesión u oficio, es como si no tuvieran valor, a no ser —claro está— que todo eso se traduzca en bienes materiales o ciertos beneficios. Para quienes piensan de ese modo, valemos muy poco si no disponemos de patrimonio material.

Mientras que, si estás «afuera», sin importar a lo que te dediques, lo que tengas o como te sientas, ese valor se multiplica. Incluso, en las fotos los colores son más vívidos y las sonrisas más amplias, más «auténticas». «Si Tin tiene, Tin vale. Si Tin no tiene, Tin no vale»; y es evidente en esta historia quién es el Tin que tiene y que, por tanto, vale.

«Eso sí es felicidad», pensarán algunos ingenuos —que desconocen o eligen ignorar el precio que hay que pagar por ella—. «Esto no», añadirán los realistas/pesimistas. Es triste que se piense así, que se vea todo tan en blanco y negro.

Y, por analogía, algo similar ocurre con los que persistimos en ejercer lo que estudiamos; en otras palabras, los que aún trabajamos en el sector estatal —haciendo malabares para que la cuenta dé— y nos negamos a ofertas laborales más tentadoras —económicamente hablando—, las cuales engordarían nuestros bolsillos, pero marchitarían nuestro interior. «¡Tontos ilusos!», nos llamarían ¿con razón? Sin embargo, cada cual es libre de elegir la parte de su ser que desea alimentar, porque no solo el cuerpo demanda alimento.

Estas personas «soñadoras» reciben doblemente miradas de sorpresa. Resulta inconcebible que decidan vivir —sobrevivir o malvivir, considerarían los sorprendidos— de semejante manera. Emigrar o emprender no te colocan necesariamente en una élite, como tampoco laborar en el sector estatal es sinónimo de atraso y mediocridad. Eso no es ni puede ser lo que nos distinga o diferencie entre sí, ni lo que nos dé valor o no. Somos mucho más que una mera clasificación forzada por las circunstancias económicas.

A los jóvenes —y a los no tan jóvenes— que permanecemos «aquí» y apostamos por dedicarnos a la profesión u oficio que escogimos —y para el que nos preparamos—, en vez de buscar vías que nos permitan tener una «mejor vida», no hay que seguirnos viendo como rara avis, porque gracias a esta importante masa creadora/soñadora el país aún se sostiene.

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