Fidel Castro era tan atento a los detalles que se convirtió en un político cuya leyenda se tejió en gran parte de estos.
A tono con las fiebres seriadas del siglo XXI, pudiera hacerse una de las famosas precuelas sobre ello. Bastarían los relatos de quienes le acompañaron en sus luchas desde la juventud, o quienes lo hicieron tras el triunfo de la Revolución.
A los cubanos, y no pocos en el mundo, les admiraba la obsesión puntillosa —decimos de este lado de la tierra—, y no faltaban quienes se ponían muy tensos cuando debían enfrentarse a sus baterías de preguntas y reclamos de razonamientos desde los asuntos más simples hasta los más complicados.
Alguna vez confesaría que la falta de previsión de los detalles le había jugado muy malas pasadas en su intenso camino de luchas, empezando por la forma en que las casualidades, o la imprevisión, condujeron al fracaso del Moncada y a otros reveses tan costosos como lamentables.
Su insaciable sed de preguntarse y preguntar y su fama para prever los más variados escenarios y desenlaces de los acontecimientos, poniendo sobre el tablero un sinnúmero de variables, estarían entre los enormes méritos que lo harían irse invicto de tan poderosos enemigos a su nueva dimensión de lucha.
Su batallar desde joven frente a muy poderosos enemigos y la capacidad para vencerlos poniéndose por delante en lo táctico y lo estratégico le dotaron de una capacidad felina para adivinar las jugadas del contrario, incluso contra las liviandades y debilidades nuestras.
Nada escapaba a sus fiebres previsoras, algo que podía hacer a kilómetros de distancia de los acontecimientos, como demostró en las contiendas internacionalistas africanas, recabando la más amplia y precisa información de donde y con quienes pudiera conseguirse.
Ello le posibilitó, incluso, convertirse en una especie de centinela de las más justas o prometedoras causas del mundo. Alertas suyas, no siempre bien escuchadas o atendidas, buscaron poner en guardia a los amigos, algunos de los cuales purgaron caro por ignorarlo.
El terreno político comunicacional, donde se movía como en sus propias aguas, lo cual lo convirtió en paradigma mundial, era uno de los que menos se permitía ligerezas o improvisaciones.
Dan fe de ello numerosos colegas que le acompañaron en el diseño de impresionantes cruzadas en este ámbito a favor de causas cubanas o internacionales, entre estas la movilización de la conciencia mundial y del pueblo norteamericano a favor del regreso a Cuba del niño Elián González Brotons.
A todo lo anterior el destacado combatiente de la Generación del Centenario y acompañante de luchas, Armado Hart Dávalos, resumía en un concepto que se menciona muy rápido, aunque resulta muy difícil de alcanzar, que es la «cultura de hacer política».
Esa cultura es una de las herencias más extraordinarias que Fidel, como martiano radical, que no es ir a los extremos sino a la raíz, dejó al ejercicio de la política revolucionaria cubana.
Cuando el Presidente Miguel Díaz-Canel realizaba su tierno encuentro está semana con niños y adolescentes invitados al Palacio de la Revolución, y era espoleado por una pequeña a plantearse las dudas e incertidumbres que suponen la continuidad de la Revolución reiniciada por Fidel, pensaba precisamente en esto.
El Primer Secretario del Partido no dejaba certezas rotundas en su respuesta, a no ser aquella de que la continuidad no dependería nunca de una única persona, sino de la reflexión y compromiso profundo de toda la sociedad cubana.
Cuba nunca hubiera podido plantearse y emprender el camino exitoso de la Revolución sin estar dotada, dada la singularidad de su geografía y la endeblez de sus recursos, de una cultura política colosal y universalmente notoria, que comenzó por los fundadores, se tomó por la Generación del Centenario y tiene que continuar y enriquecerse en el nuevo liderazgo revolucionario.
Si hacemos un repaso desde Félix Varela hasta hoy descubriremos que el camino de la Revolución se abrió por generaciones de luchadores de sensibilidades muy especiales.
Graziella Pogolotti, defensora de la tradición y relevancia de la cultura cubana, tiene razón al defender que la contienda más importante de la contemporaneidad se escenifica entre el humanismo y el materialismo vulgar.
Si nos perdimos traducir lo anterior desde la visión del Che Guevara, cultivador junto Fidel de esa importante cultura de hacer política, no podríamos olvidar su alerta acerca de que las medidas técnicas no bastan, como tampoco una sucesión de medidas sensatas —en el caso de que lo sean—, porque lo que define la suerte de las revoluciones es la más estrecha conexión con las masas.
La cultura política sería inconcebible sin una auténtica participación política, que pende de la forja de una muy especial sensibilidad.
La de Fidel no terminaba con las fronteras ideológicas. De estos pudieran dar fe sus aliados, colaboradores y funcionarios más cercanos, o enemigos acérrimos en momentos de desgracia o de dolor.
El humanista indomable que guiaba sus actos por grandes sentimientos de amor, como definió el Che, podía detener y retrasar la marcha del yate Granma para salvar a un expedicionario caído al agua, preservar la vida y la dignidad de los soldados enemigos prisioneros, condolerse y ocuparse de los problemas de las personas más cercanas, y hasta por las dudas que la extensión de las horas de trabajo podrían crear en la pareja, o indignarse porque un medio de prensa se solazara con la muerte repentina de un importante contrincante político de Estados Unidos.
Esos estaban entre los grandes detalles que hicieron posible levantar una colosal obra humanística a la generación que se rebeló para acabar con el latrocinio y el oprobio.
Esos son, entre muchos, los detalles de Fidel que tenemos que proteger y diseminar ahora.