Al mediodía del viernes, en el mismo instante en que intentábamos acoplar la celebración por los 41 años del Instituto Internacional de Periodismo José Martí al inesperado colapso del sistema eléctrico nacional, una pareja de recién casados pasaba sobre un descapotable, con todos sus ruidos matrimoniales y sus artilugios, a la búsqueda eterna de su felicidad.
No faltarán a quienes semejante desfile amoroso, en el inicio de las penumbras a las que se abocaba el país en aquellas horas les pareciera un anacronismo, un incidente irrespetuoso ajeno a las circunstancias, pero a todos los que las graves noticias nos habían compungido, y hasta preocupado a los extremos, aquel triunfo del amor por sobre el infortunio del momento nos despertó a la vida, se nos antojó una premonición hermosa: ni siquiera otro golpe muy duro, anonadante, entre los muchos de los últimos años, harían parar el curso de nuestras vidas.
No pocos de quienes leyeron hasta aquí pensarán que este columnista pretende condimentar la gravedad de la situación cubana con la apología congénita que tanto se critica a nuestro periodismo, cuando en realidad no hago más que admirar la preciosa grandeza de este pueblo.
Merece la pena hacerlo cuando estas horas de apagón nacional nos revelan, en todos sus kilowatts, otras corrientes, que no provienen precisamente de las plantas térmicas, los grupos de generación distribuida o las famosas patanas turcas, sino de esos sofisticados generadores de la energía social que pueden, o darle luz al país para salir de todas sus contingencias, o precipitarlo hacia apagones de otra naturaleza, que podrían ser mucho más costosos y duraderos.
En las ya inevitables redes sociales, aún con las limitaciones de carga en los celulares y de acceso a internet, hemos visto cómo se abre el abanico de esas corrientes, desde las que se ensalzan en el cruento episodio eléctrico para alimentar la irritación y la protesta ciudadana, pasando por los que desde el lado revolucionario no pueden evadir la sensación de apocalipsis, hasta los que apuestan, con serenidad, a darle aliento a la insólita fuerza espiritual y moral de este país.
Todo ello lo repasaba en mi mente mientras la solidaridad del dueño de un bodegón barrial, que brillaba con luz propia al anochecer de ayer, se dispensaba en gestos de apoyo hacia la comunidad. Al tiempo que mi mente seguía el curso de las casi siempre exaltadas y enredadas redes, mis ojos seguían el de la vida barrial a esa hora del anochecer, que se antojaba como el del arrojo manso de mis años de vida en las sabanas del Camagüey.
Jóvenes de paso que parloteaban sobre sus incidencias cotidianas, parejas que bajaban sus motos eléctricas para comprar unas cervezas en el bodegón, vecinos que compraban lo mínimo para alimentar a la familia, un joven que paseaba a su perrito, un vecino noble y cariñoso que se acercaba para brindarme una silla en el portal de su casa y contarme de su hijo excelente y muy buen criado hijo que se gana la vida en México, como el de tantos que salieron a buscar mejor fortuna en estos años, y de sus peripecias pesqueras…
Y como colofón del retrato de esta normalidad dentro de una cada vez más preocupante anormalidad, una señora negra que, con todo el folclorismo de los timbales de cuero gritaba desde una moto al ver la rutilancia del bodegón en medio de la oscuridad: ¡Eso es lo que queremos que sea el comunismo! Fíjense que pese a ir con toda la carga de problemas que podemos suponer y de irritación a la que, como es lógico, la someten, no gritó: ¡Abajo el comunismo!
Como la mayoría de nosotros, la señora no aspira a que la Revolución caiga, sino a que se levante, acabe de sacudirse de esta combinación siniestra de asfixias externas y deficiencias internas para que pueda, al fin, cumplirse la prosperidad y la justicia prometidas que, para ella, se resume en las luminiscencias de este bodegón barrial en estas horas de penumbras.
No descuidemos esto los patriotas asustadizos cuando nos dirijamos al pueblo cubano en las horas de mayor presión o de peores peligros. Es ese pueblo el que lo arrostró todo y sacrificó más, hizo las más amargas renuncias para ver cumplir sus sueños, desde que comenzó a despertarse del yugo colonial hasta los días de hoy, en que otros yugos no descansan por recolonizarlo.
No intentemos darle lecciones de resistencia y de moral a un pueblo en el que otros han visto, con la sensibilidad de los que tienen ojos para ver y alma justa para sentir, todo un monumento mundial a la resistencia y la dignidad. En horas como las que padecemos se acude, en vez de temérsele a la disposición del pueblo, porque en este, como nos enseñó Fidel, nunca estarán las culpas sino las soluciones.
Algo muy grave tendría que quebrarse definitivamente para que en tiempos de otras crisis, genocidios y guerras, al pueblo de Cuba sobrepasen las líneas rojas de su ejemplar resistencia. Es de humanos sucumbir a las dudas en los trances de peligro, pero en vez de rendirnos a ellas alimentemos, calentemos siempre, con nuestra consecuencias ética y fuerza moral, esas líneas del honor para que nunca colapsen, como los muy criollísimos timbales de cuero, con todos sus sucedáneos…