Quizá muy pocos aprueben hoy la aseveración de que, en los pequeños asentamientos humanos, bien sean: ciudad, barrio, pueblo, caserío o batey, se concreta la más palpable —aunque sea pequeña— cuota de universalidad asequible a la mayoría.
Es verdad que la globalización rebaja (y trabaja contra) el concepto de identidad, pero ni así se consigue que las costumbres y comportamientos se esfumen o devengan carnavalesco folclor. Es en esos pequeños espacios donde se expresan con mayor diversidad de matices.
Los ideólogos y operadores de la filosofía globalizadora tienen a su favor la fuerza gravitatoria que impone un sistema de comunicación con matrices simbólicas que atraen y engullen, abierta o subliminalmente, las preferencias de consumo. Concretan así el borrón de lo autóctono con el propósito de relegarlo a un repertorio de acciones pintorescas y exóticas.
Con esas matrices, a las que se les suman la desideologización de las masas, la demonización de la izquierda, la ponderación de lo erótico o exótico y la división invisible del mundo en países civilizados y países bárbaros, se construyen muchas de las narrativas que los grandes consorcios editoriales y de la comunicación estimulan, premian y difunden como el non plus ultra de la oferta cultural. El propósito es que tanto los «bárbaros» como los «civilizados» se dejen arrastrar por la demoledora logística financiera que sustenta los costosos mecenazgos.
Se sabe que no todos los habitantes de New York, aun siendo neoyorquinos, son portadores de los mismos rasgos de identidad. De Harlem a Manhattan, pasando por el Bronx y el East River, los tipos y costumbres divergen en magnitudes contrastantes. No es lo mismo un habitante de la colonia Polanco que uno de la de Olivar del Conde en Ciudad México, ni uno de Arroyo Naranjo y otro del Vedado habaneros. Sus modus vivendi y apetitos culturales atraviesan un largo diapasón que muchas veces los hace parecer opuestos. Solo eso que llamamos identidad nacional, con su amplio espectro de prácticas ancestrales, los funde mediante conceptos que solo el sentimiento patriótico genera.
Y no es que las personas reduzcan de manera espuria los códigos de la cultura universal; es que los adecuan a su inmediatez. Cada persona un mundo. Cada mundo muchos comportamientos. Aunque nos parezca que las acciones antiglobalizadoras se baten en retirada, considero que existe una considerable zona de expresiones identitarias reticentes a su absorción por el discurso único. La engañosa imagen de unos medios hegemónicos y una industria cultural al servicio de la restauración universal del capitalismo como sistema ideal donde se concreta a plenitud el humanismo, presenta los estilos de vida de una minoría como meca de la convivencia humana.
No dejan claro esos «mensajeros de la plenitud» que la mayoría de la especie vive en países poscoloniales o coloniales, carcomidos por la miseria y la disfuncionalidad de sus economías atrofiadas por la dominación; los inundan entonces con el espejismo de esos mensajes de falsa bondad. El África negra, América Latina y el Caribe y parte de Asia estructuran sus sistemas de trabajo cultural en un diferendo entre lo autóctono y lo global, y aunque lo foráneo va ganando terreno por el poder de las tecnologías con que se expresa, aún siguen siendo mayoría los que no acceden a esos consumos y cuidan sus expresiones más entrañables.
Claro, el poder del mensaje global es tan demoledor y trabaja a veces con códigos tan sutiles y cautivadores que un sector de los mismos desposeídos lo
asumen como influencia civilizatoria: la utopía cambió de signo.
Sin embargo, no creo que el indígena habitante de la Guajira, con su organización matriarcal, o el guaraní reacio a abandonar su lengua originaria, o el negro yoruba cubano, o los diversos pueblos que asumen el islamismo como religión —solo por poner algunos ejemplos— sometan sus mundos fantásticos, a veces atávicos y plenos de fuerza simbólica a la superficialidad de esos edulcorados productos enlatados con que los pretenden «convertir» a una extraña posmodernidad donde el ayer no cuenta.
Un mundo desbordado por la fragmentación y el manierismo de las imágenes, chispeante de escenas light configura en muchos consumidores un ideal falaz de vida posible. Con perversa habilidad los generadores de esos mensajes echan mano muchas veces a lo autóctono y lo ponen a discurrir en esa felicidad virtual de manera que algunos hasta piensan que se está respetando su identidad cuando en realidad lo que se está haciendo es manipularla.
El manejo del tiempo también es sesgado, sobre todo por Hollywood, que en sus entregas de filmes de «ficción científica» hacen coincidir modos, costumbres, vestimentas y arsenales de distintas épocas en una neutra que se supone futuro. Allí no existe lucha de clases. El pasado deja de serlo y el presente deviene futuro sin consumirse: la historia de la humanidad le pasa borrón a la historia.
Hay mucho barrio por reivindicar en nuestros países poscoloniales. Mucho color local por defender hasta su inserción en lo nacional. Solo quien piensa dominar el mundo quiere un planeta autómata donde la posesión de bienes sea la piedra de toque. Nuestra riqueza —la única que nos dejaron los colonizadores y quienes siguieron su tarea— está en la gran poesía que alienta nuestra identidad. Conservarla es tarea de vida o muerte. (Tomado de La Jiribilla)