La realidad se dispara con brío sideral al apreciarse en los potreros rebaños desnutridos y ejemplares enclenques que anuncian su próximo desenlace, muchísimas veces inevitable, ante la vista de los ganaderos, afanados en contener el batacazo.
Esa imagen predominante en cada período de seca más o menos intensa refleja daños cuantiosos, aunque, paradójicamente, pasa sin saltar mucho a la palestra pública, en comparación con otros azotes a la agricultura que resultan más fáciles de resarcir.
Desecho hablar de cantidades, que superan los cientos por rebaños en cuanto a muertes de animales, porque prefiero exponer y razonar sobre una preocupación popular relativa a la manera de proceder ante esa circunstancia, esgrimida por muchos en la calle.
Aceptemos que por diversos impedimentos carecemos de comestibles en volúmenes adecuados para mantener ese ganado en un estado decoroso. ¿Acaso no sería mejor sacrificar los animales más débiles, en lugar de esperar su inminente muerte? ¿O es desatinado aplicar esa medida? Parece ciento por ciento que no, si de lógica se trata.
El porqué evitan el sacrificio con fines preventivos y eligen el desahucio paulatino y lamentable es lo que llama la atención en la tribuna de la calle, teniendo en cuenta que las reses condenadas estarían en mejores condiciones físicas si no se esperara tanto por una posible fuente de engorde que nunca llegará.
Es lógico que sepan los responsables cuáles son las cabezas más deterioradas, requeridas de un mayor cuidado, con el fin incluso de priorizar en lo posible su alimentación, empezando por las vacas, novillas y terneras que aseguran la especie.
Resulta una verdad más que verdadera que si dependiera solo, o mayoritariamente, de que aminore la sequía y florezcan los pastos, la posibilidad de salvación sería en gran medida fruto de un milagro. Y, claro, esa espera por lo que cae del cielo contribuye a incrementar el deterioro de la masa, golpeada a veces hasta por falta de agua para beber en estos tiempos de tanto calor.
Esa dura realidad, esa estrategia inefectiva, sin otra solución más expedita que esperar los esplendorosos aguaceros para revertir la escasez de comida, suele ocurrir cada año ante la desconcertada vista pública. Y esto tampoco fue excepción.
¿Efectos? Además de cuantiosas pérdidas de rebaños, se puede ver muy desnutrida y delicada la parte sobreviviente, cuya recuperación requerirá tiempo y recursos, tampoco disponibles en su totalidad.
Aclaro a los perspicaces que tampoco invitamos a un sacrificio masivo aleatorio, sin una razón de peso, sino algo bien pensado y solo de aquellas piezas que se saben en inminente peligro de morir en cuanto falte el pasto natural.
Las pérdidas en ganadería cuestan mucho resarcirlas, porque se necesitan años de crianza, atención y apreciable gasto de recursos para llevar a los animales a un punto de verdadero rendimiento.
Es lamentable, pero la sequía seguirá perjudicando la ganadería mientras escasee el sustento de otro origen no estacional. Por eso hace falta acudir a la ciencia y a la experiencia para determinar el tamaño de un rebaño que soporte el desafío con animales más vivos que muertos, y decidir de antemano cuántas cabezas puede sostener cada productor, según sus mañas y recursos, durante el cíclico encontronazo con este período de natural hambruna.