Alí Babá, el protagonista de uno de los cuentos más legendarios de Las mil y una noches, mira a los bandidos en Cuba y se pregunta si son 40, como la banda descubierta por él en el desierto.
Alí Babá busca y busca. Le da la impresión de que los bandidos son más de 80, y entre precios que lo dejan sin aliento se pone a averiguar dónde estará la cueva que guarda tanto dinero.
Con tanto mundo recorrido, pocas cosas le deben extrañar, pero siempre aparece algo que le pone en peligro el miocardio, como descubrir una empanadilla en forma de triangulito equilátero, un cartaboncito que apenas cubre los dedos de la mano, que de pronto lo lanza contra la pared cuando oye: «15 pesos, señor. Y se lleva la que usted desee».
Entre porqués y más porqués, le dicen que el precio de la harina está alto; que el litro de aceite ha subido; que la carne de cerdo ya pasó el Turquino y anda camino al Himalaya; que el azúcar no se ve y ahorita la pagan a onzas de oro o con diamantes, y que así andan las cosas, señor, y si algo sube por un lado, todo lo demás debe subir.
Parafraseando a Buena Fe, por si Alí Babá no lo sabe, la gente se pregunta cuándo bajarán las cosas. Porque algo sí está claro entre tanto mercado negro y cachumbambé: lo que sube, no baja por obra y gracia de los buenos deseos o las regulaciones de un decreto. Hay que ponerle economía, y no solo la de los numeritos, sino también la de la gestión correcta y bien seguida. De arriba a abajo, para enderezar el hilo.
No resulta inesperado, aunque tampoco se deseara, que en un escenario de turbulencia económica los precios se pusieran a volar. En verdad, ya ellos tenían intenciones de Fórmula Uno desde hacía tiempo, incluso antes de la pandemia. Por ahí, nada que extrañar.
De hecho, lo que ha acentuado la actual situación es esa tendencia de precios que suben empujados por un sector de altos ingresos con capacidad para cubrirlos.
Sin embargo, una de las singularidades de este momento es una contracción muy fuerte de la oferta, justo en una zona que duele bastante: la del comercio minorista, con los productos de primera necesidad a la cabeza.
Esa relación perversa que se establece entre oferta, inflación e ilegalidad es, casi se pudiera asegurar, una regla distintiva de las situaciones críticas en economía, que muchos estados (no solo Cuba) pudieran ilustrar a lo largo de su historia.
Ya a finales de la década de los años 60, en uno de los momentos álgidos del país, con una recesión importante de los servicios, Fidel denunciaba la actividad de revendedores y especuladores que mediante múltiples vías, entre ellas la apropiación de las colas, acaparaban productos del circuito legal para desviarlos hacia la ilegalidad con precios de usura.
No obstante, una particularidad que no se puede obviar hoy es la falta de articulación entre las diversas esferas de la productividad y los servicios en función del comercio interno. Muchas veces, por la manera en que se ha actuado, cualquiera pudiera pensar que esa esfera se ha visto más como un instrumento de equilibrio de las finanzas internas y no como una estructura para otorgarle dinamismo, incluso espiritual, al país.
El resultado tiene múltiples evidencias, y una de ellas se aprecia en el ir y venir por los aeropuertos de hileras de conciudadanos dedicados a importar artículos que se pudieran producir aquí y, sin embargo, se traen de naciones con menor índice de desarrollo que el nuestro.
En ese vacío de oferta, con serios y viejos problemas de control o de respeto al pueblo, la puerta bien abierta para que el Wall Street del mercado negro vive una permanente fiesta de 15, con voladores por todo lo alto.
Por eso volvemos con el tema precios y legalidad. Sí, hay que controlar las colas, pero antes a los coleros, y antes a los bandidos, y también cuanto antes hay que atender el ordenamiento coherente del mercado interno, para cerrarles el paso a los más de 80 bandidos que sueñan en la cueva de Alí Babá.