Los trágicos accidentes ocurridos en los últimos meses— como el del Hotel Saratoga y el de la base de supertanqueros de Matanzas— incitan a reflexionar acerca de lo que somos, vale decir, a hurgar en el complejo entramado de factores que ha conformado el perfil de nuestra identidad, inscrita en el ámbito intangible de la espiritualidad.
Profundo conocedor de nuestra historia, Fidel confió siempre en el pueblo. Con su doloroso saldo de víctimas y a pesar de la aparente derrota, el Moncada constituyó, ante todo, un llamado a recuperar la fe en la posibilidad de conquistar los sueños siempre postergados, a través de una estrategia sustentada en la lucha armada.
Al confiar en su pueblo, Fidel no se equivocó, porque nunca lo concibió como entidad abstracta, sino como cuerpo viviente inmerso en la dialéctica de la historia. Esa visión se expresó con toda claridad en La historia me absolverá.
Lo que había sido iniciado por una exigua minoría logró, en breve lapso, el apoyo creciente de un sector mayoritario. En plena euforia después del triunfo de enero de 1959 anunció que lo más difícil estaba por hacer. En diálogo con el pueblo, afrontó el ataque a Playa Girón, la Crisis de Octubre y las señales que anunciaban el inminente derrumbe de la Unión Soviética.
La nación empezó a fraguarse a lo largo de las guerras por la independencia. En La Demajagua, de un solo tajo, Carlos Manuel de Céspedes cortó el nudo gordiano que nos ataba al coloniaje. Proclamó la independencia y liberó a sus esclavos. En progresión creciente, desde el 68 hasta la contienda organizada por Martí, negros y mestizos alcanzaron altos grados militares, aunque muchos de ellos fueron injustamente relegados. De la experiencia del cimarronaje se derivaron prácticas para asegurar la supervivencia en los campamentos mambises, reducidos con frecuencia a condiciones de precariedad extrema.
La invasión de Oriente a Occidente fracturó el valladar que separaba los dos territorios, Cuba A y Cuba B, según la denominación de Juan Pérez de la Riva. En Occidente, la sacarocracia había establecido su poder económico sobre la base de la producción azucarera. En su seno anidaban tentaciones anexionistas inspiradas en el deseo de encontrar un mercado seguro en el país vecino.
Vencido por los mambises, a espaldas de los cubanos, el imperio en ocaso entregó al imperialismo en expansión el dominio de la isla. La Enmienda Platt fue el instrumento legal que amparaba, con medidas suplementarias de vasto alcance, la aplicación en Cuba de la primera fórmula neocolonial.
Tal y como lo demuestran los datos demográficos, el país estaba en ruinas. A los efectos de años de lucha, se añadían las consecuencias nefastas de la brutal reconcentración impuesta por Valeriano Weyler.
En esa dramática coyuntura, las empresas norteamericanas, encabezadas por la United Fruit, adquirieron con pocos centavos inmensos territorios en la zona oriental del país, donde instalaron grandes centrales azucareros, desplazaron a colonos y a pequeños agricultores y afianzaron los efectos deformantes de la economía de plantación. No era suficiente. Implantaron el Tratado de Reciprocidad Comercial, al que se opuso Manuel Sanguily con valentía, lucidez y con una sólida argumentación que valdría la pena rescatar. Nos habíamos convertido en un país monoproductor, encadenado su destino a un solo mercado.
Sin embargo, los cubanos no se resignaron. Durante medio siglo de República neocolonial, el combate prosiguió bajo distintas formas de lucha política, de organización de las fuerzas populares: campesinos, obreros, estudiantes, mujeres, intelectuales. El ideario de antaño permaneció enriquecido por la renovación del pensamiento, por el trabajo de los historiadores, hecho memoria colectiva a través de los maestros de las escuelas públicas. También por la investigación de los científicos sociales, de los etnógrafos y por una creación artística de acento nacional, cristalización de altos valores estéticos. Todo ello compone un relato sobre el que hay mucho por contar y no tiene cabida en este breve espacio.
En la década del 50, la República neocolonial estaba abocada a una crisis terminal en lo político y en lo económico, tal y como lo demostró el estudio realizado por la Comisión Truslow, invitada por el presidente Carlos Prío Socarrás. Algunos barrios de La Habana —el Vedado, Miramar, el Country Club— mostraban una fachada ilusoria del bienestar que enmascaraba la realidad profunda de la isla, rasgo característico de todos los países subdesarrollados. Pero, en panorama tan adverso, la vida siguió latiendo en el espacio intangible de lo espiritual, refugio de sueños y valores.
Etérea, flexible y resistente como hilo de acero, amalgama de factores objetivos y subjetivos, del yo y el nosotros, la espiritualidad es la residencia del alma, sinónimo de vida, núcleo generador del sentido de la existencia, de nuestra identidad y de nuestros valores. Escapa de nuestros labios tan solo cuando exhalamos el último suspiro.
Sobre nuestra cotidianidad pesa un duro bregar, atravesado por dificultades que parecen multiplicarse en el transcurso de cada jornada. También emergen manifestaciones de conductas que laceran nuestro proyecto social. Pero cuando los acontecimientos de gran envergadura nos estremecen, se revela el alma palpitante de «un pueblo enérgico y viril». Como poderosa metáfora del misterio de la isla, cuando recibían sepultura los 14 desaparecidos en el siniestro de Matanzas, un arcoíris iluminó el cielo de la ciudad.