En el próximo diccionario la palabra servir no aparecerá. Ya más de uno tachó esa entrada, arrancó la página. Servir ha perdido su nobleza, ha extraviado su sentido. Servir se ha convertido en un despropósito, una obscenidad, una agonía.
Servir ya no es «hacer algo en provecho de otro», ya no es sinónimo de solicitud; ahora parece un acto de sumisión que rebaja a quien lo hace. Servir se ha convertido en «hacer un favor», y favor al fin, se hace cuando se puede, como se puede… sin importar si es tu deber, tu encargo social, si percibes un salario por hacerlo.
Algunos actúan bajo ese pensamiento. Y lo peor, lo hacen a la vista de todos, jugando con el dolor de todos, con el tiempo de todos.
El cristal suele ser su trinchera. Una encogida de hombros o una mirada desde la altura, su respuesta. Un papel alzado, su escudo. Se refocilan con su magro poder, con hacerte volver. Asisten imperturbables y ajenos a lo que sucede afuera, a unos metros de distancia, a colas imposibles; a madrugadas de insomnio. A tantas cosas.
Los escenarios pueden ser muchos: una tienda, un archivo, un banco (¡ay, los bancos!), un correo… Conste que no hablo de oídas. Si antes de la pandemia, esta rémora había mellado muchos filos; ahora constituye un peligro mayor. Algunos se han empeñado en meter nuestra difícil realidad en el cuadro, en el papel. Es un esfuerzo digno de mejores causas, es una telaraña tendida sobre arenas movedizas. Es el mundo al revés.
Me he encontrado en tiempos recientes a guardianes de disposiciones que se han enajenado de las personas y de las circunstancias. Que te alzan la voz amenazantes, que te quieren ubicar donde ellos decidan, que en cambio pueden abrirse si los «tocas» o los «mojas».
Urge un análisis profundo de aquellas regulaciones, organizaciones, órdenes (y caprichos locales o extendidos) que te zahieren, que te envenenan los días en las puertas de este o aquel establecimiento, que te roban la vida. Hace falta un hacha para echar abajo todas esas disposiciones a las que les importa más el número que la persona, la firma que la realidad.
Hay una casta (una costra) burocrática instalada en muchos sitios, que bajo el signo del control (que tantas veces se ha revelado ineficiente) desangra a este país. Los burócratas son nuestros vampiros, se han lanzado sobre la yugular de un país. Lo digo y un latido me cruza el esternón. «Pensar como país» o «cambiar todo lo que debe ser cambiado», no son frases hueras para repetirlas a conveniencia. Son estrategias, son alertas, son caminos.
A lo largo de los años se ha hablado de idoneidad, se han firmado códigos de ética, se han hecho compromisos… y mucho se ha quedado en las intenciones. Se ha ido por los resquicios, por el acomodamiento, por la simulación y por los ismos: oportunismo, formalismo, favoritismo…
Hace falta una carga. Hacen falta unas cuantas sacudidas en este «manjuarí dormido a flor de agua», como dijera Dulce María Loynaz, orgullosa de su tierra natal. Muchos no han entendido, no acaban de entender, que un país es su gente. Es en primer, primerísimo lugar, su gente.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Por qué nos lamentamos tanto y no actuamos? ¿Por qué lo seguimos permitiendo? ¿Cuándo lo vamos a cambiar?