Miro el producto una y otra vez y me cuesta creer lo que me dice el vendedor en un mercado de Bayamo: «Sí, ese es el precio, amigo, no le sobra ningún cero». Se trata de una toalla común de 140 centímetros de largo por 70 de ancho, comercializada nada menos que a mil pesos.
Y le pregunto al expendedor si estas toallas vuelan, tienen un grosor extraordinario o poseen mágicas propiedades secadoras. «Ese fue el precio que le pusieron», contesta él, a quien seguramente no le explicaron (cuando le llevaron el producto) que la materia prima empleada era del mismísimo reino de Toallilandia o que «los costos de transportación elevan en exceso el valor final de la mercancía».
No hace falta ser un genio matemático para entender que, al cambio oficial, esa toalla costaría casi 42 dólares, un número que hace levantar las cejas. O que representa más del 60 por ciento de lo percibido en el mes por un jubilado, otra cifra que debería llevarnos a la reflexión y la polémica.
De ningún modo estas líneas pretenden emprenderla contra tal toalla con alas. Buscan llamar la atención sobre un hecho que, repetido en otros escenarios, puede generar descontento,
incomprensión, comentarios e interpretaciones de todo tipo.
Se sobrentiende que con la inflación actual los comercios estatales no deban «regalar» sus productos. Pero probablemente sea más dañino caer en la tentación de elevar hasta las nubes el precio de los artículos, buscar ganancias a ultranza o intentar sobrepasar los números de los expendios particulares. Sería como dar por hecho que se necesita recaudar dinero de cualquier modo, aunque vaya en contra de preceptos enarbolados durante mucho tiempo, desvinculados de lo abusivo y de lo exorbitante.
Un amigo con conocimientos de economía me comenta que, viviendo en circunstancias excepcionales, es difícil buscar los equilibrios de producción-consumo, tan necesarios en el mundo del mercado, y que esas mismas toallas, al igual que los ahora elevados productos agropecuarios, probablemente vean reducidos sus precios con el crecimiento de la oferta.
Pero siempre necesitamos pensar en los clientes y en sus consideraciones. Cuando, mediante las redes sociales, se anunció que se iba a vender ese artículo (con un descuento nunca especificado si se pagaba por Enzona), hubo varias críticas del público y, sin embargo, fue sacado al comercio sin bajarle un centavo.
No digo que esa u otra mercancía puedan valer mil pesos o más, pero siempre tendríamos que evaluar variedad, prestancia… tiempo de vida útil. Además hay un factor no menos determinante, imposible de olvidar en Cuba: necesidad de la población. No es lo mismo un producto de uso diario, que otro cuyo consumo resulta opcional. Ni se debe lanzar un «experimento» empleando importes caros y dejarlo inamovible con el paso del tiempo.
Lo ideal sería que cuando, con ingentes esfuerzos, se lleve un producto a la venta, este tenga distintos precios y tamaños, ajustados a la calidad, esa señora que muchas veces se pisotea olímpicamente en nuestro comercio.
Y eso vale también para otras mercancías. Si una libra de plátano burro cuesta ahora mismo ocho pesos o una de calabaza cinco pesos, se deduce en ambos casos que deban ser «de primera» y que los ejemplares sin los parámetros de calidad sufran una devaluación. ¿Pero eso pasa en la vida diaria?
Los periodistas no somos catedráticos de economía y por lo tanto no tenemos seguramente la última palabra en cuestiones como estas, pero somos parte del pueblo, sondeamos «sus sentires» y preocupaciones; y poco favor le haríamos a nuestro proyecto social si no ponemos estos asuntos a debate público, si no ayudamos a rectificaciones o si dejamos que otros objetos, más allá de unas toallas, sigan volando muy por encima de nuestras cabezas.