Hemos aprendido, pero falta. Desde que el mundo empezó a padecer las consecuencias de la propagación de la COVID-19, mucho hemos aprendido. Desde aprender a respirar con el nasobuco puesto hasta la verdadera importancia de un abrazo a un ser querido; desde higienizar en extremo cada pedazo que nuestras manos tocan hasta convivir en armonía con los demás por tiempo prolongado en nuestros hogares.
Claro que hemos aprendido a sobrellevar, en gran medida, la nueva vida que el coronavirus nos impuso. Trabajamos más desde la casa y aprendimos a emplear más y de manera más eficaz las redes sociales y sus herramientas; variamos nuestros hábitos rutinarios y algunos aprendieron nuevos oficios con el ánimo de aprovechar el tiempo de manera inteligente.
Para la comunidad científica, este ha sido también un período de aprendizajes constantes. Aprendimos entonces que el contagio de la enfermedad se produce mayormente en entornos cerrados, aunque nos lavemos las manos con frecuencia. Aprendimos que es vital evitar las aglomeraciones y que una persona puede no presentar síntomas, portar el virus y propagarlo. Aprendimos que la vacunación cubre un elevado porciento del riesgo, pero no nos hace invencibles ante él.
Aquí me detengo. Hasta ahora existen 11 variantes del SARS-CoV-2 identificadas, y la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera «de preocupación» aquellas a las que se les asocia un aumento de la transmisibilidad, un aumento de la virulencia y una disminución de la efectividad de las medidas sociales y de Salud Pública o de los medios de diagnóstico, las vacunas y los tratamientos disponibles, como las identificadas por primera vez en Reino Unido (Alpha), Sudáfrica (Beta), Brasil (Gamma) e India (Delta).
La entidad de alcance global clasifica «de interés» aquellas otras variantes cuyo genoma presenta mutaciones en comparación con el virus de referencia y cuando ha sido identificada como causa de transmisión comunitaria o detectada en varios países, y ese es el caso de Epsilon, Zeta, Eta, Theta, Iota, Kappa y Lambda, esta última conocida también como variante andina.
Tal y como han expresado los expertos en el tema, las nuevas cepas tienden a reducir la eficacia de las vacunas, una pérdida de la acción efectiva de los anticuerpos monoclonales y una posible reinfección de los convalecientes de la enfermedad, y eso, créame, debemos aprenderlo mejor.
¿Por qué lo digo? Porque cada vez escucho a más personas afirmar que el estar vacunados ya los salva… Agradecen las vacunas, se muestran aliviados, y temo que no comprenden.
Basta leer que los centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos, que habían asegurado que los vacunados podían evitar el uso del nasobuco en lugares cerrados, hace pocos días modificaron su aseveración, y advierten que todas las personas usen correctamente la mascarilla en zonas cerradas y otras áreas de alto riesgo de contagio, independientemente de que estén vacunadas o no, teniendo en cuenta que la variante Delta puede ser transmitida también por las personas vacunadas.
Entonces, y con toda intención me pregunto: ¿realmente hemos aprendido todo lo que debemos aprender con relación a la COVID-19? Es decir, ¿lo hemos interiorizado cabalmente?
La OMS advirtió hace un tiempo que deberíamos aprender a convivir con el coronavirus. El mundo ya no será como era antes de que surgiera. Por lo tanto, aprender a vivir con él significa que, aun cuando existan las vacunas (con marcada inequidad en su acceso a nivel mundial), no estamos fuera de peligro.
Una vez más el llamado es a mantener las medidas de distanciamiento, a lavarnos las manos, a usar el nasobuco correctamente, a evitar las cercanías si ya nos sabemos enfermos… a extremar las precauciones. ¿Lo hemos aprendido?