Tengo un amigo que no acaba de tomarse en serio el merodeo del coronavirus por nuestro espacio vital. «Bah, la gente exagera», dice cuando le advierten de las consecuencias que podrían generarse de su desatinada conducta. Y aunque por momentos parece recobrar el derrotero de la sensatez, el exceso de confianza lo compulsa a volver a las andadas.
Resulta preocupante cómo muchos compatriotas han bajado la guardia en materia de percepción de riesgo con respecto a la COVID-19. Desafían sus acechanzas con una tozudez rayana en la temeridad. A las advertencias sanitarias de las autoridades ponen oídos sordos. Con tamaño menosprecio le hacen un flaco favor a la ardua tarea que lleva a cabo el país en aras de cortarle el paso al virus.
En los vestíbulos de algunas dependencias, los recipientes habilitados con soluciones cloradas para combatir el Sars-CoV-2 parecen condenados al insólito papel de elementos decorativos. Los irresponsables suelen ignorarlos a su paso hacia sus destinos, o aparentan con histriónicos gestos utilizar su contenido. Inquieta que no se les exija el acatamiento obligatorio de tan elemental previsión. No tienen derecho a exponernos a riesgos.
Los hogares no se excluyen de estas censurables muestras de indisciplina. Cuando el año pasado la pandemia irrumpió en Cuba, muchos propietarios colocaron en sus accesos un pomo con hipoclorito de sodio al uno por ciento y una alfombra humedecida con el antiséptico. No permitían entrar a nadie sin antes tratar sus manos y zapatos. Hoy ese requisito no muestra el rigor de los primeros momentos.
Con el lavado frecuente de las manos se están contrayendo deudas higiénico-sanitarias. Este acto, aparentemente insignificante, podría marcar la diferencia entre enfermedad y salud, pues estas son una de las puertas de entrada de los microorganismos. Cualquier espacio u objeto que se toque puede estar infectado. Y si no se recurre al agua y al jabón la posibilidad de adquirir el virus penderá sobre el negligente como la espada de Damocles.
¿Cuántas veces se les estrechan las manos a compañeros y a amigos? ¿En cuántas oportunidades se hace contacto con mostradores, paredes o mesas de trabajo? ¿Cuántas veces manipulamos dinero, propio o ajeno? ¿Existen garantías de que estén a prueba de infección? Estudios sobre el tema atestiguan que la superficie de un teléfono móvil puede hospedar 30 veces más bacterias que un inodoro. Entonces, ¿no es de juiciosos lavarse periódicamente las manos?
En las sistemáticas reuniones del Grupo temporal de trabajo para la prevención y control del coronavirus, y ante el alarmante aumento de casos positivos, el Presidente Miguel Díaz-Canel Bermúdez siempre insiste en que el momento demanda más responsabilidad: que se adopten las medidas establecidas, ser más exigentes y evitar el contagio.
Mientras en Cuba existan personas obstinadas en subestimar la naturaleza contagiosa y letal de la COVID-19, el país se verá precisado a tensar aún más los ingentes esfuerzos que realiza por erradicarla. Aquí no hay detalles superfluos ni conductas intrascendentes. En la lucha contra este virus las negligencias y las concesiones se cobran en camas de hospital y, lo peor, en vidas humanas. Por eso nadie debe desentenderse de esta realidad y «lavarse las manos» solo a la manera de Poncio Pilatos.