Nosotros los cubanos, todos, sabemos de ciclones. Y hoy día mucho más, con el auxilio de internet con sus infinitos medios de ilustración mediante texto, audio, tv en vivo y en directo, y una conexión global. Tan pronto se anuncia la formación de una depresión tropical en el Atlántico se inicia el seguimiento en los medios y en la calle. Y si se aproxima…¡allá va eso! No habrá quien nos ponga un pie delante. La última y la más precisa la tenemos nosotros. Porque entonces sí que no se nos va a escapar el más mínimo y último detalle —como dice la conga del Yayabo. La prueba está a la vista con Elsa, esa veleidosa malformada, que tan pronto corre como se achanta perezosa, indecisa. Y nos hace sufrir mientras deshoja la margarita, y las matas de plátanos. Tiene que ser así, porque ya tenemos viejas, tristes y amargas experiencias, de que no podemos dormirnos con un ciclón. En casa, frente al televisor y su revista especial—más ahora en tiempos de COVID-19— todo el mundo aprende de meteorología y mucha geografía de Cuba, un poco del mar Caribe, las Antillas, la Florida, así como de la atmósfera. Ahora es un derroche de ciencia al día, útil para adultos y niños. Repasamos el archipiélago desde la punta de Maisí hasta el cabo de San Antonio, pero, además, nos enteramos de dónde queda con exactitud el golfo de Gucanayabo, Niquero, Limonar, Santa Cruz del Sur o Puerto Padre.
En mi niñez era otra cosa, más leyendas, historias familiares fantásticas, cuentos a la luz de una chismosa, un quinqué o una vela, mientras las ráfagas ciclónicas arremetían contra las paredes de mi casa de madera y techo de tejas españolas de barro, y las goteras iban en aumento, a medida que la lluvia arreciaba.
El primer ciclón del que guardo recuerdos pasó por Camagüey en 1952. Yo tenía siete años y mi papá y mi tío Agustín, un hermano mayor de mi mamá, que también vivía en casa, en cuanto supieron que se aproximaba el ciclón salieron a buscar puntillas y pedazos de tablas para apuntalar y asegurar puertas y ventanas desde temprano. Mi padre, además, trajo unas tabletas de chocolate (del famoso La Española), un par de latas de leche condensada (no habría ordeño, ni leche fresca al día siguiente) galletas de campo (unas grandes, gordas y duraderas, que hacían en la panadería La Paloma, de la calle Horca) y con eso pasaríamos la emergencia. En tiempo de ciclón no se podía pensar en cocinar. Lo que toca hoy, dijo mi mamá, es «sinapismo». Así le decíamos los camagüeyanos al improvisado «tente en pie». Creo que aún hoy los mayores usan el término. Para mí, igual que para mis primos, era una fiesta. Mejor que arroz y frijoles, o huevo frito.
En una de aquellas jornadas le escuché a mi padre contar sus recuerdos del ciclón de Santa Cruz del Sur, el de 1932, el que se tragó —decía— a todo aquel pueblo del litoral sureño de Camagüey. Una historia escalofriante. Según refieren hoy los científicos «uno de los más intensos ciclones tropicales en la historia de Cuba. Hasta el 2020 el único huracán de categoría 5 registrado en el Atlántico en el mes de noviembre».
Mi padre tenía 12 años entonces. Vivía en un bohío en el campo, en una finca donde trabaja, en Florida. Huérfano desde temprana edad, era el hombre de su casa, a cargo de su mamá ya mayor y una hermana menor, mi tía Felicia. Contaba que cuando sintió los vientos y se percató que el bohío no resistiría salió con la hermana cogida de la mano, en busca de refugio en otro sitio más seguro… y el viento los levantó a los dos en peso y los dejó caer varios metros más adelante. Tuvieron que seguir gateando, bajo la lluvia.
A mí me tocó pasar en Camagüey el Flora. Ya tenía 18 años. Había cumplido una misión de la UJC en Nuevitas, y estaba de regreso para completar el bachillerato y matricular en la Universidad, que era mi próxima tarea. Cuando las lluvias y los vientos dijeron «aquí estoy» aseguramos la casa y me fui con el viejo y mi madre al Hospital Militar, donde él trabajaba, para esperar el paso del impresionante huracán, que después de acabar en Oriente salió a la costa sur, recurvó y volvió a entrar por Santa Cruz del Sur, azotó Camagüey y siguió rumbo noreste «acabando con la quinta y con los mangos», y dejó reses y las vidas de cientos de personas ahogadas por las inundaciones. Cuando regresamos a casa al día siguiente el centro de la ciudad estaba sumergido en el agua. Era algo fantasmagórico, las calles parecían ríos en los que flotaban muebles, televisores, refrigeradores, muchas otras cosas, basura, y el mal olor se extendía. Cuando las aguas bajaron me fui enseguida a casa de mi amigo Jorge Luis, que vivía al otro lado del puente sobre el río que pasaba frente a las oficinas del INRA. La casa estaba vacía y tenía una mancha de agua y fango que casi llegaba al techo. El río desbordado se llevó todo. Dentro, sus padres miraban perplejos la situación, sin saber qué hacer. La ciudad estuvo como tres semanas o más sin electricidad. La vieja planta situada al final de la calle llamada entonces Estrada Palma (hoy Ignacio Agramonte) se inundó totalmente. Las procesadoras y empacadoras de carnes y de embutidos, los frigoríficos, vendieron por la libre todo lo que se pudo rescatar. La gente compró y saló todo lo que consiguió, y después vinieron largos meses de escasez, que se agravaría con el inicio del bloqueo cada día más asfixiante. En cuanto pude regresé a Nuevitas, mi reciente puesto de trabajo, donde sabía que podría ser útil en algún punto de emergencia. Me asignaron a una brigada de higienización en San Miguel, cerca de Camalote y Playa Santa Lucía, y durante una semana estuvimos apilando reses muertas, hinchadas, y haciendo piras de madera para prenderles fuego y evitar una epidemia. Los inmensos pastos verdes del antiguo latifundio del King Ranch, ya nacionalizado, se veían negros, quemados, cubiertos de fango, con un aspecto triste y desolado. La muerte dejó una huella imborrable. Flora nos legó muchas lecciones y, entre ellas, la más importante: prevenir, actuar a tiempo, evitar ser tomados por sorpresa, estar bien informados, conocer a fondo a ese monstruo que desde tiempos inmemoriales vuelve a meter miedo y matar cada año, pero al que hemos transformado en un enemigo previsible, porque aquí ya nos las sabemos todas sobre sus maldades y artimañas. Igual que sobre el otro que nos acecha día y noche, a la espera del más mínimo resbalón. A ese tampoco lo podemos perder de vista.