Una vez más, en la larga lucha por la emancipación, vivimos tiempos difíciles. En el día a día hay que salir en procura del pan que nos toca, afrontar las colas para asegurar la comida que habremos de poner sobre la mesa, desafiar el abuso de quienes se empeñan en pescar beneficios en río turbulento y salvar obstáculos impuestos por una burocracia aferrada a las lentitudes rutinarias y al saboreo de pequeñas dosis de prepotencia.
En los niveles más altos, encargados de las decisiones políticas, pesa la enorme responsabilidad de introducir los cambios necesarios para revitalizar la economía, asumir riesgos y medir costos en circunstancias de implacable bloqueo, agravado por la pandemia que ha invadido el mundo. En todos los terrenos, los reclamos ineludibles del presente delinean el paso de nuestra existencia.
Sin embargo, en cada amanecer, el ahora transita entre el ayer y el mañana. Para seguir andando, hay que entender dónde estamos y de dónde venimos. Las conmemoraciones tienen el propósito de cumplir con el rescate aleccio-
nador de la historia en función de las interrogantes de la contemporaneidad.
Ningún hecho brota de manera aislada. Se manifiesta como resultante de una interdependencia de factores, de una imbricación dialéctica de contextos. Por eso, la reunión de Fidel con los intelectuales en la Biblioteca Nacional, ocurrida hace 60 años, a pocas semanas de la victoria de Girón, de la declaración del carácter socialista de la Revolución y en plena Campaña de Alfabetización, no concierne tan solo a quienes están
involucrados en el mundo de la creación artístico-literaria. Dimanan del texto el irrenunciable compromiso con el pueblo, la noción de cultura —en el sentido más amplio del término— como componente indispensable de la emancipación humana y un arte de hacer política inclusiva, fundado en la permanente restauración del consenso.
La Revolución Cubana, nacida de lo profundo de la historia del país, había triunfado valida de sus propias fuerzas, sin haber contado con ayuda ajena. Ese camino la había conducido al socialismo. No sería, pues, como lo señalara el peruano José Carlos Mariátegui décadas atrás, «calco ni copia».
Las promisorias Palabras de junio de 1961 descartaron la posibilidad de imponer el dogma del «realismo socialista» en la creación artística. Meses después, a inicios de 1962, se me ofreció la oportunidad de acompañar, junto a Servando Cabrera Moreno y al arquitecto Raúl Oliva, una exposición de pintura cubana que se presentaría en la Unión Soviética y en las llamadas democracias populares de la Europa del Este. La selección de las obras constituía un verdadero desafío. Las críticas al estalinismo, formuladas por Nikita Jruschov en el 20mo. Congreso del PCUS, no abordaron el tema en todos sus alcances. En el campo de la cultura hubo un ligero deshielo, pero las normativas del realismo socialista se mantuvieron vigentes.
El panorama cubano, en cambio, se caracterizaba por la multiplicidad de tendencias y la presencia activa de
varias generaciones, desde una Amelia Peláez, superviviente de la vanguardia de los años 20, hasta personalidades descollantes que empezaron a darse a conocer en 1959, como Ángel Acosta León y Antonia Eiriz, pasando por Mariano, Portocarrero y el Grupo de los Once, que había conquistado espacio propio en la década de los 50.
El conjunto revelaba una asimilación creativa del surrealismo y el expresionismo. Las variantes del arte abstracto tenían peso considerable en el balance numérico de la muestra. Raúl Martínez no había iniciado entonces su acercamiento al pop art. Sus lienzos no figurativos ofrecían una notable riqueza matérica. Pero destacaban, sobre todo, las extraordinarias Aguas territoriales, de Luis Martínez Pedro, conservadas hoy con toda justicia en la colección de nuestro Museo Nacional.
Nuestras contrapartes cumplieron estrictamente los compromisos acordados. Dispusimos de adecuadas salas de exposición y de excelentes catálogos. Pero la presencia de una representación oficial en los actos inaugurales tuvo un perfil bajo y la prensa silenció el acontecimiento. En cambio, el impacto en los artistas fue indiscutible.
En Moscú, la participación de un público heterogéneo, mayoritariamente juvenil, sobrepasó todas las expectativas. Estábamos sometidos a un
interminable bombardeo de preguntas. Se desencadenaban debates apasionados. Exhaustos al término de cada jornada, ante la cena frugal a nuestro alcance, rememorábamos los incidentes de la tarde con la satisfacción de comprobar el reconocimiento implícito a la obra de nuestros artistas, forjada en dura resistencia frente al dominio colonial.
En los meses transcurridos durante nuestro peregrinaje artístico por la Europa socialista, la historia grande seguía marchando a largas zancadas. Playa Girón fue un episodio de una guerra implacable que aún perdura. No habíamos terminado el periplo cuando estalló la Crisis de Octubre. A toda prisa, hicimos las maletas. En Praga se concentraban los cubanos que, por distintas razones, se encontraban dispersos por Europa, impacientes todos por regresar a la Isla a compartir el destino de los nuestros.
Allí supimos del acuerdo concertado entre Jruschov y Kennedy, sin contar con la anuencia de Cuba. La razón geopolítica había predominado. Por vía de Prensa Latina también tuvimos acceso al pronunciamiento de Fidel ante el pueblo de Cuba. Su extraordinaria visión estratégica le permitió advertir el enorme costo de la decisión para la nación caribeña, sometida todavía, al cabo de casi seis décadas, a una guerra que conjuga un amplio espectro de modalidades.
Nunca antes la reivindicación de la dignidad de un pueblo alcanzó altura similar. Por fin, cerrado un periplo de más de seis meses, aterrizamos en Rancho Boyeros. Traíamos equipaje ligero, enriquecidos, sin embargo, por un intenso aprendizaje político, cultural y artístico, puntal decisivo de convicciones arraigadas y de confianza en una Revolución diseñada teniendo en cuenta la especificidad de nuestro proceso histórico.