Robar es un verbo antipático. La decencia y la moral lo mantienen a raya, y pasan por su lado solo de puntillas y apretándose la nariz. En el orden semántico la repulsión por su significado se potencia: robar equivale a apropiarse de lo ajeno, ¡despojar a alguien de lo que es suyo! Da igual que sean unas onzas de carne o ropa birlada de una tendedera.
Todo lo que entrañe incorporar al patrimonio personal un bien sustraído a otros es, sencillamente, robar. ¿Qué legislación faculta proceder así? Ninguna, desde luego. Ni siquiera el método atribuido al legendario Robin Hood —de quien se decía que robaba a los ricos para dar a los pobres— debe considerarse como un proceder correcto. No comulgo con aquello de que los buenos fines justifican los malos medios.
Recuerdo lo que me ocurrió hace unos años con un amigo con quien solía conversar sobre literatura. Cierto día tocó a mi puerta con «algo» guardado dentro de una jabita de nailon. Después de los consabidos apretones de mano, sacó del bolso un libro. «Mira la joya que acabo de conseguir», me mostró, eufórico y triunfante. Y puso el volumen ante mis ojos.
En efecto, era un best seller o superventas de un novelista sudamericano ilustre. Mi favorito, por más señas. Por el diseño de su tapa deduje que pertenecía a una tirada de lujo de alguna editorial famosa. «¿Por cuánto tiempo te lo prestaron?», le pregunté, curioso, al reconocer en la primera página la marca de un gomígrafo con la identificación de una biblioteca.
Mi pregunta lo turbó. «¿Quién te dijo que es prestado? ¡Me lo llevé!», respondió. Quise rectificarle: «Bueno, tú querrás decir que te lo robaste». Pero no aceptó que eso fuera robar. «Y si lo fuera —objetó—, José Martí dijo que robar libros no es delito». Y me dedicó una mirada triunfal, a pesar de que ni él ni los otros bibliocleptómanos que lo citan han leído jamás semejante desatino en la copiosa obra del Apóstol.
Ante situaciones así, Cantinflas hubiera replicado con su célebre bocadillo: «¡Ahí está el detalle!». Porque, ¿acaso robar no es apoderarse de algo que pertenece a alguien? Desde lo ético-moral, igual comete robo quien sustrae un libro que quien desfalca un almacén. Hacerlo con solo extender un brazo o con el empleo de una pata de cabra no hace diferencias.
Se trata de una cuestión de gradaciones. Tal vez algunos piensen que una humilde tuerca carece de connotación como para tildar de ratero al necesitado que se la lleve a casa para solucionar una eventualidad doméstica. O que la cultura no entrará en bancarrota solo porque un diletante retire furtivamente un texto del estante de una biblioteca pública. En materia de valores, ambos actos son dignos de censura.
Yerran quienes consideren que hay orfandad de honradez —es un eufemismo, ¿eh?— de pequeño calibre. ¡Todas van al banquillo de los acusados cuando se juzga la moral! Y algo más: amén de lo que un acto de apropiación indebida —otro eufemismo— constituye como fechoría de lesa honradez, ¿imaginan a dónde iría a parar la economía si cada quien se sintiera en el legítimo derecho de tomar en propiedad «algo» de lo que produce, oferta, elabora o promueve su centro de trabajo?
«Pobre, pero honrado», solían decir los viejos. Su enseñanza no debería perder vigencia. Definitivamente no hay rapacería mayor y rapacería menor. Desde la ética y la decencia solo existe una. Y con su práctica ocurre como con las peloticas de nieve lanzadas ladera abajo. Crecen y crecen hasta que se vuelve virtualmente imposible controlar sus dimensiones.