Durante años levanté ciertas espadas contra el 14 de febrero. Mucho influyeron los oportunistas de ocasión, que obsequiaban pétalos en esa fecha y luego se volcaban a la rutina cotidiana, dominada por la reyerta hogareña o el cansancio espantador de versos.
Varias veces quise gritarle a San Valentín que viniera a posarse por miles de rincones para que regañara a tantos apasionados artificiales, quienes se encaramaron en la palabra amor como si esta fuese catapulta y ardid.
Llegué a concluir que el Día de los enamorados podía convertirse en una invitación a un alto el fuego y —peor aún— en un beso prestado, en una camisa de fuerza para el regalo eventual, en una pose de romanticismo inventado.
No entendí de pasiones planificadas porque cada jornada de este mundo debe ser para y por el amor, un sentimiento tempestuoso que no conoce de circunstancias, dogmas, formalismos y encartonamientos. Que inflama, arrebata, punza, renueva, aprisiona y alguna vez hasta ridiculiza.
Estuve en contra de amarrarme al 14 de febrero porque, como otros, creo en el continuo campanazo del corazón, más allá de 24 horas prefijadas en el calendario. Defiendo los detalles sin programaciones, el poema en el momento justo, el gesto no solo en una almohada ardiente.
Pero al paso del reloj terminé por ofrecerle disculpas a febrero y de aceptar esa «conmemoración», para llamarla de algún modo. Si la capa de ozono, el agua y los zurdos poseen su día, porqué no debían tenerlo el amor y la amistad, dos fuerzas sin las que es imposible espantar los fantasmas de la hipocresía, curarse el interior, andar oxigenado por la Tierra.
Acepté el 14, pero solo si antes y después el abrazo supera a la coyuntura; la ternura no viaja empapelada, la caricia logra sobrepasar la piel para terminar desembarcando en el alma.
Lo admití no como punto de llegada, sino como impulso para querer más a quienes logran ablandarte las rodillas con una mirada o cambiarte el aire con su voz o su presencia.
Terminé por aplaudir el Día de los enamorados para remarcar verdades que gravitan siempre: debemos amar más a los de nuestra sangre, incluso desde cualquier lejanía geográfica; ser con mayor frecuencia tronco donde nuestros retoños reposen su cabeza y sus dudas; buscar la magia en un susurro, en un recuerdo guardado en la gaveta de nuestro pecho, en el zigzagueo de una estrella.
Hoy no tengo guerras contra el 14 de febrero porque es como un recordatorio de que el amor sobrepasa la carne y la complicidad, el vapor y lo intenso, el orgullo y el miedo, la lágrima y el suspiro.
Sigo creyendo que el amor no cabe en el almanaque, tiene de jinete y de gaviota, anda en una canción de nuestros padres, en la línea de una mano que te llama, renace en la hora menos sospechada, ilumina y remueve más que todos los relámpagos.