Entre tanto sumar y restar, multiplicar y dividir, cuentas y más cuentas que van y que vienen, que se ajustan y reajustan, que suben o bajan —hace recordar aquel estribillo: «tengo una bolita que me sube y me baja…»— podríamos obviar, tras el cruce de la comprometedora raya del Día cero, que, como enseña El principito, no pocas veces lo esencial es invisible para los ojos.
Tiene toda la lógica del mundo que cada ciudadano, cada familia e institución nacional —o internacional con intereses o relaciones en el país—, padezca ahora mismo de un síndrome de adaptación —como el padre que lleva al pequeño el primer día al círculo infantil—, de la incapacidad o la obsesión por congeniar su «sistema contable» a esta otra nueva y tensionante normalidad que imponen las reformas monetaria, cambiaria y salarial.
También es absolutamente razonable que, en la medida que van despejándose esas cuentas con el paso de las horas y los días en el choque entre los nuevos ingresos y los precios de los productos y servicios, se entrecrucen y disparen diversas corrientes de opinión, en buena medida dictadas por esa percepción colectiva del sentido común —no siempre el más común de los sentidos— y por el lugar en que nos reubica el proceso en la pirámide social.
En una transformación estructural de la profundidad y ramificaciones de la que vivimos ahora mismo, de la influencia que ejercerá en la existencia de cada individuo, comunidad humana o institución, era previsible que sus arquitectos no pudieran prever cómo funcionaría cada variable al insertarse a la tozuda realidad, por lo que la mejor opción a favor de su éxito está en el carácter flexible de cualquiera de las decisiones.
El todo es revisable, y adicionalmente corregible, adelantado como principio de la instrumentación de la denominada Tarea Ordenamiento, cuando aún no se había desatado esta locura de cómputos cotidianos, demerita a quienes pretenden presentar las numerosas rectificaciones de los últimos como el resultado de las presiones sociales o del agotamiento de los consensos políticos a consecuencia del distanciamiento entre el pueblo y la dirección revolucionaria.
Los desatinos, desproporciones e insensibilidades aparecidas estaban dentro de los cálculos, en un escenario donde se descentralizan numerosas decisiones, incluyendo la de una amplia gama de precios, en un país carente de esa cultura y niveles horizontales de responsabilidad y donde, lamentablemente, los precios fueron la tapadera de no pocas ausencias, ineficiencias e insuficiencias a las que el ordenamiento arranca las caretas de sopetón.
Todavía no había aparecido el precio de un parque infantil, de un comedor obrero o de ancianitos de la comunidad, del helado en el Coppelia habanero o del pan con timba, y el peor nubarrón en el horizonte de los cambios era que se «disparatara» la inflación, o se «disparataran» los especuladores, algo que desde un principio se alertó podía ocurrir, tanto en el sector estatal como en el privado.
Ese bombillo rojo político desde antes del disparo de arrancada de este 1ro. de enero, así como otras meticulosas previsiones que apuntan a la protección de los segmentos más vulnerables —y que es preciso seguir con celo y persistencia en lo adelante, desde la cuadra, pasando por los medios de comunicación, hasta las más altas magistraturas—, era la prueba de que no asistiríamos en Cuba a una versión tropicalizada de «socialismo neoliberal», una teoría que intentan colar por los intestinos de las redes sociales y el ecosistema de medios contrarrevolucionarios.
Si todo lo anterior es cierto, también lo es que hay una cuenta de la que nadie puede librarnos, y que resulta la más abultada, neurálgica e incitante de todas: Cuba está asistiendo a la segunda reconfiguración, y seguramente la más dramática, del contrato social de la Revolución en el período socialista.
Si con la primera Constitución después de 1959, la de 1976, se desmontaba el orden burgués en el país para iniciar el camino de la construcción de una sociedad socialista, que reivindicaba y temporizaba las aspiraciones de una patria en libertad y con justicia social, con todos y para el bien de todos, como postuló José Martí, con la del 24 de febrero de 2019 se apunta a superar el modelo de socialismo del siglo XX que, aunque corrosivo y deficiente como evidenció su derrumbe en la URSS y Europa del Este, resultó funcional para Cuba durante una larga etapa.
Entendida la lección de que entre los más graves errores de idealismo —reconocidos por Fidel— estuvo creer que alguien sabía cómo se construía el socialismo, el modelo cubano intenta hoy abrir sus propios caminos, bajo la premisa marxista y latinoamericana de José Carlos Mariátegui, de que este tiene que ser creación heroica. Pero, sobre todo, no la creación de ninguna élite iluminada, sino la de un pueblo comprometido con un destino por el que luchó durante siglos.
Por lo tanto, hay que evitar que tratando de ajustar lo tortuoso del sendero ocurra como al personaje de Juan en una fábula: «No quepa duda, duda no quepa, a Juan lo mató el camino, sí, lo mató el camino, lo afirmo y lo vuelvo a afirmar…».
Como tanto advierte Graziella Pogolotti, la contienda más importante de la contemporaneidad ocurre entre la tecnocracia y el humanismo. Esa es también la tremenda pelea cubana: reubicar exitosamente su modelo de socialismo en el tormentoso siglo XXI con el ser humano como el centro de todas las decisiones y como real protagonista. Liberar al hombre de toda enajenación, como adelantó el Che Guevara en El Socialismo y el hombre en Cuba.
La Revolución Cubana está desafiada a tomar adecuadas y sabias medidas técnicas, que a la vez estén perfectamente conectadas con su vocación humanista. En esa ecuación, al sumar, restar, dividir o multiplicar, siempre debería darnos perfectamente la cuenta.