Gracias al periodista Jorge Legañoa, vimos recientemente por la televisión el perturbador material audiovisual The social dilemma, producido por Netflix. Francamente preocupante lo que se explica, aunque no nos tome del todo por sorpresa. Claro está, cuando expertos en las redes sociales, ya sea Facebook, WhatsApp o Instragram (de hecho, muchos de sus propios creadores), argumentan el gravísimo riesgo de quedar expuestos, y por tanto fácilmente manipulables, se acrecienta la preocupación.
A un plano más personal, si se quiere «cortoplacista» —traducción del short time thinking—, muchos de nosotros hemos sido víctimas de suplantación de identidades en las redes sociales; nos han enviado insultos sin que podamos descubrir de parte de quién; recibimos textos supuestamente anónimos; y gracias a algún algoritmo prestablecido, nos avisan que nuestro nombre aparece en determinado mensaje de odio, que nos ataca sin misericordia. En otras palabras: sabemos qué significa entrar en redes en las cuales luego resulta difícil mantener la calma. A pesar de ello, continuamos conectados, porque las ventajas, hasta ahora, son mayores que los inconvenientes.
En el caso nuestro, con la precaria situación en términos tecnológicos (velocidad, estabilidad y costo de la comunicación inmediata), varias razones pudieran explicar el requerimiento casi obsesivo de mantenernos updated, pero solo me limitaré a dos. Por un lado, la separación de la familia cubana, ahora con mayor perjuicio debido a normativas que rozan con la crueldad, y que imponen limitaciones inimaginables para quien se ha considerado «el ciudadano de a pie», obliga a sostener conversaciones, a vernos las caras, a enviarnos videos, chistes y fotos diariamente si es posible. Solo así se amortigua el dolor, la angustia, el obligado distanciamiento entre madres, padres, abuelos e hijos y nietos, sin excluir amistades, cuyo valor sentimental es tan fuerte como los que imponen lazos sanguíneos. Si todo esto es habitual entre nosotros, ahora, en pandemia, resulta multiplicado. Por otra parte, el descalabro de la información es tan grande que solemos acudir a fuentes que nos parecen confiables, de manera que podamos saber si realmente un suceso ocurrió o no, y cuáles han sido las consecuencias y sus posibles causas. Así como ahora se utiliza mucho el término «tóxico» para referirse a alguien que motiva daño (y le hemos llamado malvado o HP toda la vida), las fake news que inundan las redes no son más que burdas mentiras, noticias manipuladas, sesgadas. Llega un momento en el cual dudamos hasta de nosotros mismos, y si a eso se añade que en muchas ocasiones los medios oficiales no esclarecen el asunto, pues no queda más opción que navegar en mallas de dudosa credibilidad. Y sacar nuestras propias conclusiones, según el grado de veracidad que logremos descubrir.
Hace poco recibí mensajes en mi teléfono, de alguien cuya identidad resultaba imposible de adivinar. Nada raro, nada nuevo, salvo por el detalle de que los textos estaban escritos en un idioma desconocido por mí. Al parecer, luego de varias indagaciones, resulta que era croata. Y, al procurar traducirlos, gracias a un amigo políglota, encontré la desagradable sorpresa de ser insultada con algo equivalente a «no jodas más»… «sigue así y ya verás»… «no comas más catibía». Naturalmente, luego de quedarme pasmada, procedí a bloquear al croata insultante. Días más tarde, mi esposo me hizo notar que circulaba en Facebook un perfil con mi foto original, pero cuyo lema era «Z de Zimbawe» en lugar de mi nombre, e invitaba a mis amistades a sumarse, a incorporarse a dicho muro. Ya se sabe mi amor por África, pero de ahí a asumir como identidad la «Z de Zimbawe» va un largo e inaceptable trecho.
Ya preocupada, consulté al hijo mío que es cibernético, a quien no suelo molestar por nimiedades. Esta vez, le transmití mi desamparo ante las molestias vinculadas con las redes sociales, y ante las cuales yo no sabía proceder. Mi hijo me aconsejó denunciar a Facebook lo que sucedía, advirtiéndome que no me harían mucho caso, ya que la suplantación de identidad, los insultos, las amenazas, y el desasosiego que todo ello produce, son muy frecuentes. En otras palabras: me sugirió que abandonara no solo la posibilidad de encarar un pleito, sino todo lo relacionado con la visibilidad internáutica. Desaparecer, esconderme, regresar al anonimato digital, cosa que no he hecho hasta ahora.
Me molesta dejarme vencer. Me irrita no dar la batalla que creo merecer. Me niego a ser derrotada sin antes, al menos, patalear. En este caso, resistir. Luego de eliminar todas las patrañas digitales, sigo comunicándome con el mundo, como hacemos todos, aunque hayamos sido calumniados. No es nada inusual recibir comentarios desagradables y, hablando en plata, a eso también debemos acostumbrarnos. No porque citemos y repitamos como papagayos que, como dijo Cervantes, «si los perros ladran, Sancho, señal de que cabalgamos», sino porque retirarse de la arena (en este caso, de las sinuosas mallas de las redes sociales) equivale a salir huyendo. Y huir, como se sabe, no es, ni de lejos, hábito nuestro. (Tomado de La Jibirilla)