Pasada las tres de la tarde una de mis vecinas (¡y qué vecinas!, sin ellas no podría escribir ni una sola letra de estas líneas), gritó voz en cuello: «Migdaliaaaaaa». Yo, que me encontraba absorta en mi teclado, corrí hacia la puerta y pregunté alarmada: «¿qué pasa, Migda?», preocupada por esta solidaria mujer que todos aprecian en mi querida calle de San Rafael, del centro colonial agramontino.
El olor a quemado me «abofeteó» y no necesité más explicaciones. Migda me miró con cara de tristeza y luego rompió en carcajadas: «Puse a colar el café sin agua. Estamos locos como una cabra», la escuché desde su sala.
Las palabras de mi servicial amiga me reafirmaron dos máximas que mis abuelas siempre me enseñaron. Una, que los cubanos nos reímos de nuestras propias desgracias, y la segunda, que al mal tiempo hay que ponerle buena cara.
Resulta que en esta época no tan halagüeña, lo ocurrido a esta camagüeyana es una más de las anécdotas pintorescas que me ha hecho explotar en risotadas, así que les comparto otros testimonios de lo acontecido mientras el aislamiento jugó a robarnos esa gracia que tenemos en esta tierra para reírnos de todo.
Ñica es una campechana y cubanísima mujer que aplaude todas las noches con puntualidad de reloj a los héroes de batas blancas de esta isla inmensa. Una noche me contó con mucha sandunga desde el balcón de su casa: «Chica, tú sabes que ayer yo sentía que caminaba incómoda, pero por más que me miraba los pies no me daba cuenta, y cuando llegué a la panadería donde trabajo me dijeron: “¡Ñica, apretaste…!”, y era que andaba con zapatos diferentes, ¿sabes? Ahora, cada vez que cuento mi historia todo el mundo se viene abajo».
También reí mucho con Josefina, una señora a quien conocen hasta los perros en San Rafael por ser durante más de dos décadas la presidenta del CDR. Ella, como muchas compatriotas en este difícil escenario, confecciona nasobucos para compartir con la gente, a pesar de estar operada de una fractura en su cadera izquierda.
A esta hormiguita laboriosa —así la nombran sus amistades más allegadas— el cielo se le unió con la tierra cuando se dispuso a crear más de esos artículos tan necesarios y su añeja y venerada máquina de coser se descompuso. Por suerte la sangre no llegó al río, pues después de revisarla minuciosamente notó que el «terrible desperfecto» era que aún no le había puesto el hilo.
Tales sucesos nos ayudan a pasar el rato de manera diferente y merecen también reconocimiento público porque su impacto, tal cual la luz multicolor que se irradia a través del prisma, describe a los hijos de esta tierra como jocosos y solidarios en medio de situaciones difíciles y tensas.
La superabuela que vive al fondo de mi casa, Miriam, no se queda atrás en despistes domésticos: ella resguardó con tanto celo su fosforera que aún anda buscándola. «No sé dónde la he metido. ¿Puedes prestarme un fósforo?», me dijo apenada, y para consolarla le narré que lo mismo me había pasado a mí, más joven que ella, cuando en una ocasión mi última ración de fósforos la cuidé tanto, pero tanto…, que un domingo los encontré entumecidos como pingüinos cuando me dispuse a descongelar el «frío».
Pero si tenemos humor para asumir los problemas, también nos sobra solidaridad para resolverlos: ¿Tomó café Migdalia luego de echar humo su cafetera? Claro que sí, pues varios curiosos avisaron a tiempo y le aconsejaron cambiar la junta luego de un buen lavado. Yo encendí el fogón gracias a los fósforos que Josefina me regaló, y como los compartí con Miriam, aprovechamos para hacer otra coladita de la que disfrutaron mis amigas mientras nos reíamos de estas y otras chifladuras del barrio.
Por cierto, Ñica incorporó a su rutina de cada amanecer revisar bien sus pies antes de salir diligente para su trabajo, y Josefina sigue regalando nasobucos a sus vecinos, quienes agradecen su gesto desinteresado porque una mano lava la otra…, y las dos limpias alejan malos contagios.