Hay una fábula del español Tomás de Iriarte que, por su sabiduría, suelo recordar a menudo. Un conejo huye veloz de unos perros de caza cuando otro de su especie le sale al paso. «¿Por qué corres así?», le pregunta, curioso. «¡Dos galgos me persiguen!», le contesta, aterrorizado y casi sin resuello. El otro divisa a lo lejos a los sabuesos. «No son galgos, son podencos», le rectifica. El huidizo persiste: «Son galgos». Y el corrector hace lo mismo: «Son podencos». Entonces se enrolan en una estéril porfía. En tanto, los perros los alcanzan, se les enciman y los devoran.
La parábola de Iriarte contiene una enseñanza que todas las personas sensatas deberían interiorizar: ante una amenaza inminente a la vida, es de suicidas perder el tiempo en bagatelas. La retomo porque, en el actual contexto de lucha contra la COVID-19, percibo cómo ciertos compatriotas malgastan su minutero existencial en simplezas en lugar de ponerse a salvo, mediante actitudes responsables, de un potencial contagio de imprevisibles consecuencias.
«El coronavirus lo propagaron los murciélagos de una ciudad de China», asegura un jugador de dominó sin su nasobuco mientras coloca una ficha. «Te equivocas, lo inventaron los americanos en un laboratorio secreto», replica un recién llegado que se sentó a jugar sin desinfectarse las manos. Otros comentan que el virus solamente afecta a los enfermos y a los ancianos, y que a ellos nunca les tocará, porque son saludables. Los del grupo beben cerveza del mismo vaso, acercan las caras para decirse cualquier cosa y se estrechan las diestras cuando ganan una partida.
Evidentemente, quienes así proceden no reparan en que la COVID-19 anda todavía tras nuestros pasos. La consideran una enfermedad pasajera e inofensiva. «El coronavirus mata», advierten los expertos con intencional crudeza. Es de elemental sentido común neutralizar su acechanza con el cumplimiento estricto de las disposiciones orientadas. Pero algunos las menosprecian, convirtiéndose en presas fáciles de esta patología que no distingue sexos ni edades.
El hecho de que la mayoría de las provincias cubanas no reporte casos positivos de la peligrosa enfermedad no exime a ninguna de eventuales rebrotes si sus habitantes bajan la guardia y se exceden en confianza. Soy testigo de cómo ya muchos eluden lavarse las manos y pasan de largo ante los recipientes con hipoclorito de sodio. Tampoco tienen en cuenta desinfectarse los zapatos en las entradas de las dependencias, y lo peor es que no les llaman la atención.
En las colas, las autoridades se esfuerzan no solo por terminar con los revendedores, sino, además, por exigir el distanciamiento físico recomendado para que el virus no salte de persona a persona. Sin embargo, no todos cumplen esa indicación y aprovechan el menor descuido para volver a las andadas, con una osadía digna de mejores causas.
El eficaz manejo que el Gobierno cubano y sus autoridades sanitarias le han dado a esta terrible pandemia merece reciprocidad en cuanto a conductas públicas maduras y realistas. Detenerse a mitad de camino con la equivocada y temeraria convicción de que el peligro tocó definitivamente fondo, es poner en riesgo los resultados.
Los sabuesos que nos acosan en nuestra realidad sanitaria actual son el SARS-CoV-2 y la COVID-19. En la carrera por evitar su arremetida no valen las distracciones, porque, como los conejos de la fábula, podríamos pagarlas caro. Lo relevante no es saber si son galgos o podencos, sino cuánto arriesgamos si nos ponemos al alcance de sus fauces.