A estas horas el brillo del ordenador quema mis retinas exhaustas. Las ideas se mezclan unas con otras, aletargadas. Se resisten a ser paridas. Pero es preciso escribir. La voluntad del oficio cae ante el llanto del niño que rechaza la cuna para volver a los brazos.
Voy de regreso al sillón. No quiere que cante, prefiere el silencio y el vaivén del balanceo. Debo pensar en algo para no cabecear. Pensar en todos y nada, mientras otra vida exprime mis pechos. Tengo los brazos entumecidos, el cuello rígido. Sin encontrar comodidad cierro los ojos en un acto casi fisiológico. No dormiré.
Seis de la mañana. El dolor de espalda levanta mi cuerpo. En estos días atípicos, una taza de café nos conecta a lo invariable. Apenas ha pasado una hora y soy descubierta por un niño descalzo que tira de mi blusa en busca de su teta. Salvo los cambios en el texto inacabado y le sigo el paso a la bendita faena que nos deja en casa. «No dormí nada», repito bajito el saludo matutino de mi esposo. Hago la pregunta ritual: «¿A qué hora terminaste de trabajar?». «A las tres de la madrugada», replica con la voz tomada.
«Vamos César, hay mil cosas por hacer», le digo a mi hijo mientras lo llevo inconforme hasta el corral desbordado en cazuelas y jarros plásticos. Lo convenzo. Me entrego a mis tareas. Aseada y mal vestida, estoy lista para entrar en la cocina. Ya mi esposo echó a andar la lavadora.
«No hay tanta ropa sucia. Tampoco queda detergente; hoy salgo a ver qué encuentro», anuncia. «Ten cuidado en la calle. No te pegues a nadie. Si ves la cola muy apretada ni la hagas. No toques nada, camina con las manos en los bolsillos. Habla poco y regresa rápido», le instruyo. «Tranquila», me dice; no quiere preocuparme.
Calderos al fogón. Mi hijo llora. Intento calmarlo. «Ven con mami, toma la merienda y juega en la sala, dame un quiero». Lo sigo con la vista. Explora todos los espacios y disfruta las «zonas-desastre» diseñadas para él, donde puede ser y estar a sus anchas. Pero se aburre, busca motivación en lo prohibido, juega a desafiar. Corro tras él. ¡Cuidadoooo!, lanzo el primer grito. «Mira, César, qué muñequitos tan bonitos». La pantalla lo neutraliza por unos minutos.
Mi esposo en la puerta. Trae el pulóver ensopado y la mirada hostil. Le alcanzo las chancletas limpias. Directo al patio interior, 20 segundos para lavarse las manos. Tira la ropa sucia al cubo de agua caliente jabonosa. Friega las suelas de los zapatos. «Están al despegarse», lamenta. Vuelve a lavarse las manos. Lo escucho en silencio mientras desinfecto los boniatos y los plátanos comprados.
Hora de almuerzo. Los niños necesitan los horarios. Luego el baño y la siesta. Tiene 18 meses y todavía le cuesta dormirse solo. Lo mezo sentada frente al televisor y aprovecho para ver las noticas del mediodía. El dolor, finalmente, encontró un embajador sagaz para recorrer este mundo, de tristezas mal repartidas. Harto de diplomacias, consigue instalarse en sitios lujosos, carentes, y también en los muy carentes, para colmos de la miseria.
Las bocas tapadas de periodistas y entrevistados obligan a mirar a los ojos de la gente cuando habla. Entonces me pierdo en las lecturas, otras, de la información no dicha. El estrés, la ansiedad y el miedo que provocan algunas imágenes alcanzan mi realidad.
Practicamos la cultura del confinamiento. Perfeccionamos las rutinas de higienización a fuerza de hábito. Aplicamos las tendencias del teletrabajo mientras canalizamos impotencias y temores, para cuidar, educar y hacer feliz, porque es imposible aplazar la infancia de un hijo.
Dos en punto. El posprandial ocurre entre las mismas tareas domésticas. Las tardes son largas. Llamo a mis padres. Reviso las redes. Juego también a las cosquillas o a dar vueltas. Recibo la noche con una ducha para espantar el calor. Arrullo sin nanas los sueños de César. Cuando la maternidad es un estado natural del amor, el peligro, de este o de cualquier tiempo, solo viene a agudizar el instinto.
Tal vez termine el trabajo pendiente. Regreso a las teclas y en la espera de una frase agradezco por los días iguales. Comprendo el espíritu de la conformidad y no pienso en el futuro con prisa, porque «de la prisa no se saca más que el cansancio». Así empezaré; un pensamiento prestado a veces funciona. Será en diez minutos; ahora debo volver al sillón y no dormiré.