Mirando las imágenes de los europeos en los balcones, leyendo sus publicaciones, las alternativas que han encontrado para ayudarse sicológicamente —y también haciéndoles las compras y prestando auxilio a los más ancianos—, la música que conmueve desde sus ventanas, la cifra de sus muertos… pienso en la capacidad humana del amor, que tantas veces creímos desfallecida, o al borde de la extinción.
La COVID-19 ha empujado al ser humano a buscar, en su propio entorno, alternativas para la salvación, las cuales tienen mucho que ver con evitar el contagio de un virus que ha puesto de cabeza al mundo —económica y socialmente—, que lo ha zarandeado, y sigue poniendo a prueba su capacidad de resiliencia y las posibilidades del conocimiento científico para acabar con la pandemia.
En eso se trabaja con fuerza, ya lo sabemos. Pero la expansión del Sars-CoV-2 por buena parte de nuestro planeta nos pone ante la obligación individual de mirarnos hacia dentro —no solo de cada persona, sino de cada nación— para revisar lo que hemos sido, lo que somos y lo que podemos llegar a ser no solo protegiendo a nuestra gente, sino ayudando a quienes necesiten de nuestros esfuerzos. No es política, es humanidad.
Lo acabamos de constatar con los pasajeros y tripulantes del crucero MS Braemar, al cual le negaban la entrada países cercanos a su posición, por el riesgo del contagio. Pero Martí nos legó la Patria, que no es solo el suelo que pisamos, sino los gestos que nacen de nosotros, sus habitantes. Así que se ajustaron los protocolos y medidas de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y los dispuestos por el Ministerio de Salud Pública de Cuba (Minsap) y ahí están las imágenes de gratitud de sus pasajeros. Un gran cartel con letras rojas y fondo blanco resumió el sentimiento que primó en el buque, momentos antes de que quienes venían en él pisaran la tierra que acogió su desembarco: «Te quiero, Cuba». Era el amor, expresado en agradecimiento.
Como especie pensante, con el privilegio de usar a nuestro favor la lógica, la previsión, la cautela y, por sobre todas las cosas, el amor, no podemos darnos el lujo de mirar desde lejos «al monstruo que mata», como lo definiera algún niño avezado. Tan peligroso como el virus en sí mismo es contribuir a la difusión de los rumores falsos y de las informaciones sin confirmar; es favorecer la molestia colectiva o el ataque digital, en espacios como Facebook o Twitter, que irrita en vez de lograr la reflexión y el debate saludable. Tranquilizar, explicar, aconsejar… también son maneras de ejercitar ese sentimiento que nos fue otorgado, incluso antes de nacer. Y no hay que ser comunicadores, ni gobernantes, ni sicólogos, para eso. Solo tener buenas intenciones y sentido común.
Estimular la incertidumbre —tanto en las redes sociales como en la vida real y cotidiana— no es solo acrecentar un temor que paraliza y no deja lugar a la reflexión; también es, en buena medida, opacar o echar por tierra las precauciones que se toman a nivel de país todos los días.
Urge entender que evitar la propagación de la COVID-19 no solo corresponde al gobierno o a las autoridades sanitarias: es también una responsabilidad ciudadana. Los niños, tan receptivos, tan hábiles, tan inteligentes, lo han entendido bien: no besos, no abrazos, los objetos personales son personales… Y lo cumplen. ¿Por qué entonces hay adultos que «truenan» frente a todo el mundo y ni siquiera traen puesto un nasobuco? ¿Para qué andar usando un nasobuco por pura moda si te lo quitas a cada momento para saludar, o te tocas la cara o la boca o la nariz?
En tiempos de crisis, poner por encima de todo el amor, significa, en este caso, no solo pensar en usted mismo —que ya a estas alturas de la situación epidemiológica mundial y nacional debió empezar por amarse a sí mismo—, sino proteger con el autocuidado, a los niños de la casa y del barrio, a nuestros abuelos, a nuestros padres, a nuestra familia: cuidándonos los protegemos también. Evitando concentraciones y reuniones, salidas innecesarias, los estamos cuidando a ellos.
Si usted llegó de la calle, no espere a que nadie se lo recuerde: váyase directo al baño y lávese las manos. No espere a que le ofrezcan el jabón, llévelo consigo siempre. Dé gracias con la mirada, acaricie con la expresión, recupere la sonrisa como una manera de transmitir el cariño. Conténgase un poco: los besos no se van a extinguir.
Que nuestros medios de prensa no comiencen a brindar estadísticas nacionales alarmantes, depende, en buena medida, de que seamos capaces de comprender que todo cuidado es poco para contener la propagación. No nos han dicho aún «quédate en casa» —como en buena parte del mundo—, pero si no tiene que salir por obligación, no salga. Ámese mucho, y cuide a los demás.