Aunque el título coincide con el nombre del programa que me acogió en Radio Taíno hace cinco años, este comentario no pretende rendir honores a su colectivo, empeñado en mejorar la calidad de vida de la audiencia desde un abordaje poco tradicional de los saberes sobre salud y espiritualidad.
Mi segundo oasis de cada domingo, al menos cuando estoy en La Habana, empieza a las diez de la mañana en el Coppelia capitalino, más exactamente en la cancha, donde el servicio es muy cercano, casi familiar, no solo porque ves tu plato mientras lo preparan, sino porque el trato es exquisito, incluso amoroso la mayoría de las veces.
¿Que si estoy hablando del mismo Coppelia donde el volumen de una ensalada no llega en ocasiones ni a un tres gracias, los sabores se reparten de forma arbitraria entre los salones y el horario de los quioscos es ridículamente corto?
Pues sí… Resulta que no es necesario mudarse de galaxia para disfrutar sin prisa de un helado a la altura de tus deseos, con respetables bolas sólidas, un sonriente Buenos días al llegar, prontitud al servir y cobrar, cubiertos limpios y un auténtico Buen provecho al despedirte.
Cuando un sabor se acabó en el tramo donde te sentaste, preguntas si aún queda en los otras dos y te hacen el favor de averiguar y servirte. ¿Que no te gusta el sirope o quieres otro poquito de polvito dulce…? Lo aclaras durante el pedido y te complacen sin drama, si es que no colocan ambos productos en la barra para que te surtas a gusto (con educada moderación, claro está).
Hasta donde me consta, los clientes «complicados» por su bajo nivel de comprensión, desaliño o avanzada edad reciben un trato compasivo, y son acogidos sin menosprecio, como debiera ser (y no es) en todo servicio gastronómico.
No conozco nombres de ningún empleado o de la diligente jefa de esa área y no tengo idea de cómo seleccionan el personal, pero doy fe de que en ambos turnos el verbo agradar suele ser bien conjugado, y si alguien tiene el día revuelto o anda huraño por asuntos personales, siempre hay una voz que se disculpa en nombre del colectivo y trata de borrar el mal sabor en la agraviada clientela.
En este mismo diario se ha criticado infinitas veces la indolencia (rayana en delito) que tiende a aguar un paseo a la magnífica Catedral del helado cubano, como un catarro que se esconde durante tratamientos agresivos y luego reaparece con mayor descaro, virulencia e impunidad.
¿Y si la cura estuviera en el mismo organismo, a la vista de todos? ¿Por qué no se propaga esa afectuosa manera de lidiar con el público, que en otros espacios es episódica mientras en la cancha es cualidad intrínseca de todo el personal, hombres y mujeres, jóvenes y veteranos?
No conozco las interioridades del centro, sus indicadores de productividad o sus vericuetos. No me hacen falta hoy, porque juzgo como clienta sistemática, satisfecha observadora imparcial que se permite agradecer, en nombre de muchos adictos, ese oasis de decencia y buen ánimo, fértil pozo que alimenta mi esperanza de contar algún día con un Coppelia digno, sin oquedades en el plato ni en el alma de quienes lo sirven, para mutuo provecho.