No, ya no veo en las paradas el despliegue que semanas atrás «invitaba», con su sola presencia, a los choferes jíbaros a recoger paisanos. Ya no veo en los conductores díscolos la inclinación a parar esos vehículos cuya chapa moral dice que en realidad pertenecen a Cuba y a sus hijos. Por momentos uno siente que la generosidad vial pasa a ser bisiesta y que parecen adormilarse aquellas historias hermosas que más de una vez les dieron un matiz humano y hasta poético a esas redes sociales a menudo tan antisociales. ¡Qué poco nos ha durado!
«Pasó la coyuntura…», dicen algunos con filo de todo signo, pero sabemos que esos días de menos combustible —que probablemente retornarán con otra esquizofrenia de la Casa Blanca, y que otras muchas veces volveremos a vencer— movieron con fuerza y velocidad las piernas del pueblo pequeño y de la estrecha nación que corren por el mundo, juntos, el maratón de la dignidad. ¡No hay quien nos pare!
Más que la de la coyuntura, la página que algunos pasaron es la del célebre «fijador» en que no nos fijamos cuando ha pasado —o creemos que lo ha hecho— la tormenta. El mismo fijador que, por ejemplo, en una Habana de cinco centenas llevaba a la gente a decir, frente a cada obra nueva abierta, aquello de «hace falta que se mantenga», cuando es verdad de Perogrullo que las cosas durarán cuanto queramos, luchando, que duren.
El asunto es que la solidaridad criolla, la endógena, la que no brinca fronteras pero da fuerzas y alas para un día ofrecerla a otra nación, tiene que ser más fuerte y visible que las estaciones plantadas por otros, cual minas, en el camino del pueblo. Choferes, doctores, albañiles, militares, ingenieros, periodistas… debíamos salir cada día a la calle —junto con la otra, «la de Pánfilo»— con una jaba de afectos a repartir, al margen del último capricho anticubano del imperialismo.
En fin, que cuando unos consideran que volvimos, o volvemos, a la «normalidad» en materia de movimiento en las ciudades del país, lo realmente normal sería que aprendamos la real lección de este episodio de asedio: ayudando compatriotas, aun desconocidos —esa es la prueba suprema de la valía del gesto—, activamos una red múltiple de llegadas a tiempo, buenas energías, plenitud en el rendimiento laboral y placidez hogareña. ¿No es para eso que construimos el socialismo?
Hablemos claro: una cosa es la disposición de Gobierno, ideal para bajar los humos de presuntos dueños de lo colectivo, y otra es el calado perenne que, en hechos espontáneos, dejan tantos años de educación en el bien. Requerimos, parejos, decreto y corazón.
Así como el terreno de juego dice a dos novenas —¡ay, pelota, no te rajes!— la última palabra, lo que define en el transporte los límites de las coyunturas es la dinámica anímica de la gente en las paradas. Toda espera se premia con la esperanza. El chofer estatal que olvidó que una vez aguardó en una de ellas, a lo mejor tendrá en regla la licencia de conducción, pero desactualizó por completo su licencia de conducta y es un peligro de accidente en el sueño que nos anima.
Fidel —que nos ayudó a montar a su lado en el lomo andante de nuestro propio país— no precisó un policía para parar la noche del Granma y disputarle al Caribe la vida de un compañero, ni Camilo precisó un inspector para exigir, herido, que la primera camilla no fuera para él sino para otro combatiente, ni el pueblo de Cuba —guiado por su líder— requirió coerción alguna para conseguir, a pura pelea, el «pasaje» de retorno de cinco de sus mejores hijos.
Antes, Ignacio Agramonte —sin inspector a la vista— llevó, en 35 relampagueantes cabalgaduras que erizaron aquel potrero, el cuerpo del brigadier rescatado de caravana enemiga. ¿Creería, alguno de ellos, en el fin de sus coyunturas?