De adolescente lo perseguía, lo acariciaba, lo anhelaba. Guardaba recortes de lo que más me conmovía.
Pronto esos recuerdos se me volvían amarillentos y frágiles entre las cosas que más me gustaban: una canción de Pablo, un texto de Cortázar, los versos de Silvio, alguna idea loca y cursi de muchacha romántica de 15 años...
Después, ya con la ilusión de llegar a la Universidad en la única especialidad que me gustaba, lo hojeaba detenidamente para que se me «pegara todo lo que se pudiera», entre el placer y el temor por las pruebas de aptitud.
Así fue creciendo el amor, entre tropiezo, pausa, brinco y brinco en los camiones de Santiago a Puerto Padre o viceversa, mientras los cinco años en la Universidad se iban esfumando. Creciendo lento... y sin pausa.
Soñando de lejos. Porque una muchacha enamorada desde un lugar tan lejano de donde «se hace la magia» –creía entonces yo– no puede sospechar que un día, así, sin esperarlo, alguien te pida que te pruebes el zapato, y el zapato te sirva.
Gracias, #JuventudRebelde, por ser mi sueño cumplido.