Han dicho los pocos testigos del hecho que llegó sudoroso, rodeado de soldados y bayonetas. Vestía un traje azul y como única guía tenía en sus manos un pequeño Código de Defensa Social de bolsillo.
El juicio de la Causa 37 contra los acusados de tomar parte en el ataque al cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953, había tenido su primera vista el lunes 21 de septiembre, en el Palacio de Justicia de Santiago de Cuba.
El joven abogado Fidel, acusado de ser el líder de la acción, al ser presentado en las dos sesiones iniciales había cambiado la connotación del proceso, para convertirlo en lo que los entendidos definen como el juicio más trascedente de la historia republicana.
Primero, sus manos esposadas en alto dejaron claro que no toleraría ninguna arbitrariedad; luego, como abogado, anunció que haría uso de su derecho a la autodefensa, y su decir vehemente hizo añicos todas las patrañas de la tiranía que había asesinado a sus compañeros.
«Nadie debe preocuparse de que lo acusen de ser autor intelectual de la Revolución, porque el único autor intelectual del Moncada, es José Martí, el Apóstol de nuestra independencia», ripostó en aquellas históricas mañanas.
Sus palabras provocaron conmoción y el miedo de la tiranía que optó por retirarlo de la sala. «Hubo una orden, incluso, de asesinarlo si fuera necesario, aplicándole la ley de fuga…», relata la periodista Marta Rojas, testigo excepcional del proceso, en su libro El juicio del Moncada.
Mas el crimen no pudo materializarse; entonces se decidió que un médico certificara que el acusado Fidel estaba enfermo y no podía concurrir a las sesiones siguientes, mentira que se desmintió con una carta presentada ante el tribunal por Melba Hernández. Por eso el 16 de octubre de 1953, casi en secreto, fue llevado a la salita de enfermeras del hospital civil Saturnino Lora, para realizar la sesión final del juicio.
Soldados con fusiles y bayonetas caladas poblaban la sala y un contingente armado custodiaba las afueras. Entre vitrinas con esqueletos y libros, durante dos horas, el verbo viril y la hondura de pensamiento de Fidel, con serenidad y coherencias nunca antes vistas, definieron el alcance de la Revolución que se había emprendido, y legaron para la posteridad más que un alegato de autodefensa, un programa de lucha conocido como La Historia me absolverá.
Él sabía que su sentencia ya estaba prefabricada, por eso se convirtió de acusado en acusador, y denunció con energía las mentiras y los crímenes de la soldadesca contra sus compañeros asesinados, puso al desnudo la inconstitucionalidad del gobierno batistiano y argumentó el derecho del pueblo a rebelarse contra ese oprobio.
Con crudeza retrató los males de la Cuba de entonces: la tierra, la industrialización, la vivienda, el desempleo, la educación, la salud, y esbozó también el camino para solucionarlos, lo que luego devendría en el programa del Moncada y de la Revolución Socialista.
Habló —dijo con claridad y sin miedo—, en nombre del pueblo. «Entendemos por pueblo, acotó, la gran masa irredenta, a la que todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que anhela una patria mejor y más digna y más justa; (…) la que ansía grandes y sabias transformaciones en todos los órdenes y está dispuesta a dar para lograrlo (…) hasta la última gota de sangre.
A ese pueblo, significó «(…) no le íbamos a decir: Te vamos a dar, sino: ¡Aquí tienes, lucha ahora con toda tus fuerzas para que sean tuyas la libertad y la felicidad…», dijo, y definió el camino de la Revolución como una promesa de realización colectiva.
De pie, erguido y sereno, escuchó la sanción de 15 años de prisión, decidida en unos pocos minutos por los magistrados y el fiscal, pues antes había ratificado: «Sé que la cárcel será dura como no la ha sido nunca para nadie (…) pero no la temo, como no temo la furia del tirano miserable que arrancó la vida a setenta hermanos míos. Condenadme, no importa, la historia me absolverá».
La tiranía pensó que así sepultaría sus ideas; pero el discurso del joven abogado Fidel, reconstruido por él en la cárcel, y luego impreso y distribuido clandestinamente por sus compañeras Haydée Santamaría y Melba Hernández, se convirtió en la base programática de un proyecto político y social que más de 60 años después sostiene la Revolución Cubana.
A 66 años de que la voz de los humildes se escuchara en la salita de enfermeras del Lora, La Historia me absolverá es guía y principio de conducta de un gobierno revolucionario que desde de enero de 1959 llevó al poder al pueblo. Desde entonces, ese pueblo, ha sido el protagonista principal de esa obra transformadora, que con aquel abogado al frente, hasta hoy forja, engrandece, defiende, su libertad y felicidad.