Entre nosotros, como si soltara el vestuario de épocas remotas, la palabra «decencia» se ha ido abriendo paso para ser objeto de reflexiones presentes. Se le ha mencionado en foros trascendentales del país; está en boca de madres, padres y maestros; levanta una hojarasca de inquietudes entre muchos, a partir de la certeza de que al cabo de tres décadas de resistencia heroica Cuba necesita rearmar las reservas donde habita lo mejor de la conducta humana.
«Es una persona decente», escuchamos decir sobre todo a las personas mayores. Pero por fortuna se están haciendo esfuerzos, incluso en los centros escolares, para que los más jóvenes se familiaricen con la palabra y su definición. Así, hace no mucho escuché a una maestra enumerar premisas cuya sumatoria obran la maravilla de la decencia.
Ante madres y padres que asistían a una reunión en la escuela de sus hijos, la docente habló, entre otras cualidades, de saber saludar, decir la verdad, andar limpios, comer correctamente, respetar y ayudar a los demás. Y todo eso, poderlo llevar a los escenarios donde se aprenda de ciencias y de humanidades.
Podríamos sumar a las cualidades que en opinión de muchos nacen en el hogar y en la familia, la gratitud, el pudor (sobre todo si hablamos de ostentar o no recursos materiales), el esfuerzo por entender al otro, la elección por la paz, y hasta la capacidad de ser piadosos.
Algunos me han dicho, categóricamente, que estamos viviendo en una sociedad de indecentes, que el desparpajo viene haciendo de las suyas. Están, con razón, muy preocupados por la insolidaridad o la violencia que ven dentro de los ómnibus; o por las obscenidades de las letras de ciertas músicas que se desbordan impúdicamente desde balcones o azoteas; o por el descaro con que algunos piden o aceptan dinero a cambio de brindar algún servicio que es un derecho sin precio; o por el desatino en el vestir o en el hablar; o por el maltrato sin antídoto aparente; o por el egoísmo galopante que pretende impregnarlo todo, sin dejar resquicio a la fraternidad y mucho menos al romanticismo entre los semejantes.
De todo eso, desde luego, hay en nuestra sociedad y en abundancia. Pero… ¿hasta dónde permitirlo? Aceptar que no ha quedado espacio para el reverso de la moneda y que los decentes se han quedado acorralados como rara avis en el desfile aplastante de los marginales, de las vulgarcillas y los vulgarcillos, es demasiado oscuro, desmoralizante y hasta peligroso. Sería pensar que el país arde por todas sus esquinas y que eso no tiene remedio, y mirar las cosas de ese modo neutralizaría las posibilidades de echar la pelea por el crecimiento espiritual.
Es cierto que si al traspasar la puerta de nuestro hogar diésemos todas las batallas que la realidad nos está mostrando, podríamos desintegrarnos como estrellas. Pero si quienes tenemos ojos para identificar las manifestaciones que atentan contra la decencia «plantáramos» —como se dice entre cubanos al acto de poner freno a una situación insoportable, de plantar bandera en nombre de una buena causa—, las cosas cambiarían ostensiblemente y muy a favor de la virtud. Me encantaría, por ejemplo, asistir a un evento nacional que ventile por qué pululan los indecentes en la Isla; cuáles son las causas «profundísimas», como las califica un amigo entrañable; y qué hacer para que la decencia sea la moda.
Por lo pronto digamos que la inercia se rompe de muchas maneras: no guardando silencio ante lo que es obviamente injusto; no dejando solo o ridiculizando al compatriota que ante nuestros ojos exige un derecho; no riéndole la «gracia» a la vulgaridad; limpiando, sin pedanterías, el aire de diálogos sordos, y poniéndole colores de altura con las expresiones mágicas (buenos días, con su permiso, gracias).
Me atrevo a decir que muchos han olvidado, o nunca aprendieron, la virtud de respetar a los demás, de ser amables —eso que no cuesta nada, ni siquiera mucho tiempo, y que tanto ayuda a vivir—; muchos no saben mirar a los ojos y entablar un diálogo a derechas. Y esos vacíos imperdonables, que nos convierten en habitantes o en bárbaros, pero nunca en ciudadanos, no pueden esperar para convertirse en presencia y premisa de la decencia, a que desaparezcan la precariedad material, la escasez, el cerco asfixiante del enemigo…
Estoy entre quienes creen que podemos ser grandes en lo más difícil: en ese imperceptible goteo del día a día; allí donde podemos sentirnos profundamente infelices, o resueltos luchadores, con mucho coraje —porque coraje hace falta para cortar la cadena del mal—, en pos de la vindicación del hombre.