Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Primero la decencia

Autor:

Alina Perera Robbio

Le ha cambiado el rostro al mundo. Vive una nueva época por cuenta de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) y el consiguiente crecimiento de espacios virtuales —esa dimensión nueva donde muchos hemos rencontrado o hecho amigos, donde compartimos algunas ideas gracias a redes sociales como Facebook—.

De todos modos la cuestión, hasta el final de los tiempos, seguirá siendo cómo hacer para que al ser humano, sean cuales sean sus soportes comunicacionales alcanzados, no se le «desconfiguren» los buenos sentimientos; cómo hacer para que el mundo, con rostro cambiado, no pierda el corazón que le queda.

Este deseo, esta «descarga» filosófica, atiende a un suceso reciente en las redes sociales, del cual muchos hemos podido estar al tanto, y que por razones lógicas enciende las alarmas de quienes abogamos por un sentido del respeto y la decencia, valores que Cuba ha sabido poner siempre a salvo, incluso en los momentos más duros de su resistencia como país soberano y en Revolución.

El suceso es una fotografía recientemente aparecida en las redes sociales, donde un grupo de adolescentes y jóvenes escogieron como set, para posar, el espacio de un cementerio. Es obvio que las tumbas entre las cuales aparecen sonrientes, les resultan ajenas. Es evidente que una fuerte dosis de esnobismo, y la intención de disparar el nivel de impacto en las redes sociales, contaron entre las motivaciones de un hecho tan infeliz por transgresor, inmaduro y grotesco.

En esta historia, tal como veo las cosas, lo menos relevante son los signos de moda que emparentan a algunos de los muchachos que subieron la imagen de marras a Facebook: estos tiempos virtuales han puesto de moda los teams (o grupos en las redes), los cuales hacen posible la concurrencia de cibernautas en torno a costumbres que les confieren calificativos a ellos y a las tendencias que representan.

Así, por ejemplo, los «Durakos» o «Durakitos» —algunos de ellos estaban en el cementerio— se han dado a conocer entre nosotros, desde hace no mucho tiempo, por cierto estilo de «dureza» que incluye un lenguaje específico (que usa las tipografías más diversas, gusta mucho de las diéresis, de los acentos en los lugares más insólitos, y de las K); prestan mucha atención a las ropas de marca («to Gucci», «toDurako», dicen ellos sobre ellos mismos, y de paso te hacen «poh»); o sea, te liquidan con un disparo simbólico que nace de estar excedidos en la competencia, en la sexualidad y en una «guapería» heredada de ciertos reguetoneros.

Algunos de ellos gustan de pasear con aditamentos que les resultan originales y edificantes. Pero en fin, las modas, modas son; y en sus naturalezas aparenciales tocan en algún momento de la vida a todos los seres humanos—en mi generación de juventud, por ejemplo, hicimos muchas cosas: planchamos la imagen del legendario Bruce Lee sobre camisas escolares, usamos cepillos dentales derretidos como pulseras, elegimos la onda fría para los cabellos, y el encuentro del «team» mío no era en redes virtuales sino en fiestas nocturnas, de sábado en sábado, en alguna casa del barrio, con grandes bocinas incluidas.

Las tendencias, el «último grito», estarán en toda época, como constantes históricas. Pero también estarán presentes —y esto es lo profundo del asunto— ciertas esencias de la conducta que nadie tiene derecho, ni por ser joven, adulto o anciano, a pisotear: Escoger un cementerio como locación, sin más propósitos que la excentricidad y el afán de provocar, va más allá de todo límite, desconoce la ponderación y la piedad. Duele por ser una mayúscula falta de respeto a la memoria de nuestros semejantes.

Que nadie piense que me estoy rasgando vestidura alguna, que me escandalizo ante una «nimiedad», o ante un acto ridículo que «no daña a nadie». Solo quiero que meditemos entre todos: nuestros hijos deben saber temprano en la vida qué significa diversión y qué es desparpajo o profanación. Hoy somos espectadores; mañana podemos ser víctimas de la ignorancia o de la indecencia ajena, porque en cualquier lugar, y especialmente en nuestra Isla, todos estamos conectados por los hilos invisibles de la ética a elegir.

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