Las opiniones divergentes se difunden a montones en las redes sociales, páginas web y en la sabia tribuna de la calle, cuestión normal en esta pulsada en la que comerciantes tratan de justificar lo injustificable y el consumidor aplaude la medida que le revaloriza sus pesos.
Se podrá estar de acuerdo o no, pero enfaticemos en que el tope nunca lo realizan a tontas y a locas. Sin embargo, tampoco aspiremos, como piden algunos consumidores, a que disminuyan aún más los precios en determinados renglones o servicios.
Siempre la opinión de las mayorías se ha tenido en cuenta, y si hubo en determinada tarifa un indebido cálculo a la hora de fijarla, tampoco dudo que se podría rectificar tanto hacia arriba como hacia abajo.
El tope, dejémoslo claro, nunca está animado por el propósito de arruinar a los cuentapropistas, una fuente importante de empleo y de un servicio distinguido, de manera general, por su calidad y aceptación, evidente en la buena afluencia de público que disfruta sus servicios.
Obvio que deben contar con un margen de ganancias para cubrir sus gastos directos e indirectos, cuestión medular tenida muy en cuenta por los gobiernos a la hora de topar los precios.
Mas hay quienes, incluso, han opinado que nunca se debió imponer precios máximos para los restaurantes y otras prestaciones, bajo el argumento de que acceder allí deviene un lujo, nunca una necesidad.
A los defensores de este razonamiento, más allá de los intereses de quienes lo echaron a volar, se les olvida que el ente estatal tiene la obligación de evitar el enriquecimiento amañado en trampas como esa de obtener «a pantalones» ingresos excesivos en contra del bolsillo de la sociedad.
Los precios máximos a pagar por los consumidores, amparados por el cálculo económico, nunca pueden perjudicar a los vendedores, porque su formulación se realiza sobre la base de cuánto representan sus gastos en salarios, pago de impuestos, electricidad… y el costo de las mercancías que les vende el propio Estado.
El tope resulta la única medida del Gobierno para, ante el reclamo de la población, ponerle bridas al alza desmedida en el reino del llamado mercado de oferta y demanda.
La inexactitud de este nombre salta reveladora en esa cañona de que todos los comerciantes venden carísimo, tras un acuerdo tácito, idénticas mercancías.
Se implantó esa norma en los mercados agropecuarios bajo la premisa de que los vendedores decidían a cuánto iban a vender, y luego siguió esa práctica con la ampliación del trabajo por cuenta propia.
Si algo confirma ese procedimiento desde su implantación es, precisamente, que jamás bajan, pero sí suben hasta si pasa una manga de viento o azota un ciclón que no los perjudicó en lo más mínimo.
A estas alturas tal vez sería bueno empezar a introducir la práctica de fijar los precios sobre la base de un porciento en el margen de ganancias y, de paso, jubilar la palabra «topados», que se aprecia como una medida de fuerza, a pesar de su indiscutible justeza.
En realidad siempre se debió establecer esa norma de un porciento de utilidades que podría fluctuar, en el momento en que alguien fuera a solicitar una licencia para vender o prestar el servicio que fuera. Pero nunca es tarde, si la dicha es buena. Así de lógico, así de sencillo.