Al juzgar por los comentarios en la calle, la noticia generó sus expectativas. Felizmente —por lo que se ha dicho y por las imágenes mostradas por la televisión—, dentro de muy poco los cubanos podrán viajar en tren como se lo merecen. Con asientos cómodos, aire acondicionado (y con estas temperaturas, por favor, aplausos), con cabinas ambientadas y con un personal que, también por lo mencionado en distintas informaciones, se ha preparado para brindar un servicio de calidad.
Aunque la adquisición no solucione la demanda, es real que hace mucho que el país necesitaba «airear» el ferrocarril por ser el medio con capacidad para mover un mayor número de pasajeros, sobre todo si se compara con los vehículos de transportación por carreteras. También no es menos cierto que el sector transportista en Cuba ha pasado y aún transita por unas cuantas aguas calientes para brindar el servicio que necesita el pueblo. Y dentro de esas aguas calientes, el ferrocarril no ha sentido las temperaturas algo subidas. Al contrario, las ha tenido hirviendo. Y de qué manera.
No hace falta hacer una investigación doctoral para llegar a la conclusión —por demás bastante obvia por los hechos— de que desde la pasada década de los 90 comprar un pasaje por tren en Cuba era el primer paso para transitar por una experiencia verdaderamente religiosa, como rezaba el estribillo de una canción entonces de moda.
Porque ha habido y todavía hay de todo en esas viñas del Señor. Trenes cuya salida se evapora en lo incierto de las interrupciones. Trenes que salían o salen de la terminal y se rompen en plena vía para convertir el viaje en una espera infinita, con pasajeros que parecen verdaderos náufragos en medio de la noche, el monte y las nubes de mosquitos. Trenes con coches cuyos asientos eran (y todavía lo son) un despacho directo a una consulta de Ortopedia y Traumatología. Trenes en los cuales era una hazaña caminar de madrugada por pasillos ahuecados (semejante a precipicios) y por donde se veían las chispas de las ruedas al pasar por los raíles de la línea. Trenes (cómo olvidarlo) con baños cuyos olores eran capaces de desafiar con éxito y vencer por nockout al más fuerte y decidido de los aromatizantes.
Sentencia única (en estos casos: sin apelaciones): viajar en tren se convirtió en un calvario. Resultado final: un rechazo a utilizar ese tipo de transporte. Por eso hay aclamaciones por los nuevos coches, para rescate de una gloria en un país que fue de los primeros del mundo en contar con ese tipo de transporte.
Sin embargo, en medio de la expectativa no deja de aparecer cierta incertidumbre, que viene a convertirse en una especie de olor a ajo en medio de la fiesta. Un amigo lo sintetizaba con una predicción. «Cuando empiecen a funcionar los nuevos coches —dijo—, voy a comprar un pasaje y después me pondré al lado de la línea para decirles adiós, porque lo que vi la primera vez, al poco tiempo no será igual».
Luego el amigo ampliaba su criterio con una variedad de ejemplos, reunidos en ese fenómeno tan diverso y controvertido, caracterizado por la indisciplina social y la impunidad ante lo mal hecho, y cuyo nombramiento popular ha sido el del «cubaneo».
«Pronto –decía— los baños no van a tener detergentes y no van a descargar, como pasó con las Yutong. Los televisores se van a romper y no los van a arreglar. La música la pondrán alta y solo a ritmo de un reguetón de los malos o algo por el estilo. Los pasajeros serán los primeros en no cuidar nada, y montarán lo humano y lo divino sin importar si ensucian o no. En fin, que con el cubaneo ahorita no tenemos tren».
En lo personal, este reportero vive en la esquina de la calle donde se le pone buena cara al mal tiempo. Pero tampoco cierra los ojos ante la alerta (y ese era el sentir del compañero) y los peligros que pueden acechar el nuevo servicio. Esas amenazas que aparecerán sin duda por obra de una inercia, a la que también debiera cortársele el paso como a la más peligrosa de las hierbas malas. Porque la verdad, señoras y señores, damas y caballeros, compañeras y compañeros, si ya vamos a tener un verdadero tren de pasajeros —como el que tanto se había soñado—, por favor, vamos a cuidarlo. ¿No creen?