Cierto joven a quien muchos tenemos por culto debió demostrar en un examen veraniego que la historia de Cuba no le resultaba ajena. «¿Cómo es que llevas a mundial esa asignatura?», le preguntamos varias personas, y su respuesta fue siempre la misma: «Na, la profe se me puso difícil y ni siquiera abrí el libro en todo el semestre».
Por curiosidad tomé el folleto para hojearlo y diez minutos más tarde había olvidado mis pendientes de trabajo. Aquellas páginas me atraparon desde el índice: Nada que ver con mis viejos textos escolares, donde hechos y figuras se presentaban inconexos, premasticados y puros.
Tenía en mis manos una recopilación de valiosos documentos programáticos y artículos de prensa, escritos en su mayoría en la misma época de los sucesos que contaban y por gente que no intentaba diseccionar la historia, sino labrarla con sus acciones, como Mella, Guiteras, Roa…
En sabrosa lectura palpé la urdimbre casi mágica de la nación cubana desde el programa de la Joven Cuba en 1934 hasta la gesta del Moncada y de ahí al radical concepto fidelista de Revolución. En pocas cuartillas se podía acceder a los matices necesarios para hacer más potable la comprensión de lo que falta, sobra o frena en el tropeloso fluir de nuestros ideales de justicia.
¿Por qué entonces mi amigo, buen lector usualmente, no se dejó atrapar por esas páginas? Pasé revista a mis años de pupitre y agradecí como nunca la pasión con que la profe Isabel me cautivó en décimo grado con el intríngulis de los Movimientos de Liberación Nacional, llevándome a suspirar por el hombre que fue Sandino, más allá del valor histórico de sus hazañas o del peso que cada respuesta correcta tendría en la nota final.
Recordé también lo leído sobre El Presidio Político en Cuba, cuyo horror capté cabalmente durante una visita a la Fragua Martiana, donde el profesor Lozano apretó mis manos una y otra vez contra la áspera roca de la vieja cantera que forjó en plena adolescencia al futuro Apóstol de Cuba.
Luz y Caballero, Mendive, la Doctora Ortiz, el decano Julio… ¿Cómo invocar la pasión de esos pilares para contagiar a la profesora de mi amigo? ¿Cómo avergonzarla por esa rara manía de anunciar nota mínima para todo el alumnado desde el primer día de clases, hicieran lo que hicieran durante el curso, como si el sentido de su profesión fuera cerrar los cauces de la Historia, en lugar de verterlos hacia sus legítimos herederos?
Más que exigir desde una cátedra la memorización de fechas y sucesos, debería aprender a provocar la empatía con sus protagonistas y reeditar en el plano humano la maravillosa contradicción entre sus realidades y sus convicciones, de modo que valga la pena dar por ellas la vida nuevamente.
Hace diez años, Juventud Rebelde organizó una expedición con lectores de diversas edades para visitar 50 lugares cumbres de la nación. La llamamos 50 Eneros y fue un viaje agotador, cargado de dificultades. Tras escalar la Sierra Maestra como lo hicieran tantas veces los barbudos (sin avituallamiento ni descanso), visitamos la tumba del Maestro en Santa Ifigenia y enrumbamos hacia el ingenio del Padre de la Patria, en La Demajagua, punto final de un recorrido que había comenzado ocho días antes en la Cueva de Los Portales, en Pinar del Río.
Ya anochecía cuando paramos en la sede de la UJC en Manzanillo para recoger a nuestros guías locales y saborear un helado. Tratando de animar a la tropa, uno de los líderes gritó: «¡Arriba, caballero, que nos vamos pa’l Cacahual!».
Aquel lapsus histórico-geográfico desató la risa colectiva. A pesar del cansancio hicimos decenas de bromas a su costa, hasta que Milenis, una chiquilla de 13 años, resumió en una frase el beneficio de beber la esencia de la patria bien cerca de sus manantiales: «!¿Pa’l Cacahual junto a Maceo?! ¡Qué bien! Parece que esta fiesta va a empezar de nuevo…».