El periodista puede atravesar por un slump. De pronto cualquier colega pretende, como yo, recuperar su frecuencia en Juventud Rebelde, como tantos años atrás. Y hoy sus intentos toman el color de la cuartilla blanca. Ni siquiera le sale espuma, como tituló uno de sus libros un escritor de cuyo nombre no me acuerdo hasta tanto no lo rebusque.
Salgo al balcón. Y me llega el olor negro del humo de los ómnibus al remprender la marcha desde la parada. Pero tras el humo, el ruido. Ronronean. Y después, al acelerar, disparan un ronquido como de artefactos modernos fabricados en alguna edad de piedra.
Quisiera estar ahora en una zona montañosa de Oriente. ¿En la Sierra Maestra? ¿O en la Cristal? Aparte del aire puro, en cualesquiera nos sombrea la paz. El silencio. O el discreto lenguaje del bosque: la rama que se estremece, el pájaro que vuela entre hojas, el agua que se despeña… De pronto, por allá, los cencerros del arria de Leovilde Mora quiebran con dulzura el zumbido de la manigua. Los mulos trepan cargados. El arriero se detiene. Le pregunto por su trabajo. Y se siente orgulloso de subir y bajar, a punto de desbarrancarse, para abastecer de alguna felicidad a la gente de la serranía.
Los mulos ramonean. ¿Los quiere? Como hijos o hermanos. Y si se le muere alguno. Lo lloro. Y dos lágrimas se le enmascaran entre el azul como cristal que cuelga más arriba y el verde plural que nos rodea. Uno en fin se conforma… Como con un familiar.
En mis tiempos de reportero andador, el periodista no sufría de slump. Hoy en las montañas. Mañana en Guanahacabibes donde detrás de cada tronco o por cualquier trillo había historias latentes como para escribir un libro. (Y lo escribí.) A la semana siguiente, marinero entre pescadores por los bancos y cayos de la costa sur. O historiador junto a historiadores en aquel llano donde el mambisado descabezó a una fuerza española.
Todos esos recuerdos sobrevienen cuando uno atraviesa cierto desconcierto que atrae otras imágenes rientes y nostálgicas. Como la figura de Ventura Morejón. Vivía con su mujer en Maneadero, por entonces paraje ya deshabitado en la Ciénaga de Zapata. Nos acompañaba el actor Manuel Porto, a quien entrevisté para Bohemia. Quizá en la memoria de Porto aquel día cayó en alguna tembladera o lo enganchó en sus colmillos algún puerco jíbaro. Pero uno no lo ha olvidado. Porto, sagaz y original conversador, me facilitó una de mis más interesantes y fluidas entrevistas.
Venturita Morejón, sin esfuerzo, me conquistó una crónica. Mínimo. Viejo. Ocurrente. Evoco su estampa de dedo meñique. Y su feliz estar entre soledades. Las que me gustan, confesó.
Yo, en cambio, intento ahora aventar mi pertinaz slump. Como lo pretendí en otra ocasión. Y aquella vez decidí empezar a componer una novela. Pero al releer las primeras páginas, comprendí que la ética periodística, que obliga a confirmar si esto o aquello es verdad antes de publicarlo, se había traspasado a la historia ficticia y empezó a resultar un testimonio. Ni a ciertos amigos se las mostré, porque en tan poco espacio podrían reconocerse.
A diferencia de aquellas jornadas, cuyo croquis proponía decenas de rutas, hoy mis leves movimientos favorecen al vacío de la creatividad. Y me pregunto cómo recuperar la destreza de mis dedos, la rapidez de mi vista. Un pelotero me aconsejaría: con paciencia, práctica, confianza. Pero ahora reconozco que casi he hecho lo mismo: escribir con paciencia, invocar las ideas, y empezar a poblar la primera cuartilla con la confesión del nudo que atenaza mis dedos, confiado en que unas palabras llamen a otras para que una a una, todas, compongan el remedio contra el indócil deseo de olvidar que soy periodista…
Poco a poco, se aviva el entusiasmo. Las cuartillas van llevando la «bola» hacia las cercas. Se acaba el terreno. Vuela hacia más allá la depresión. Y regreso al balcón para prometerme que mañana tendré que escribir contra el humo y el ruido de nuestros ómnibus.