SANCHO Panza y Don Quijote, junto con los huesitos llenos de gloria de Don Miguel de Cervantes, debieran estar a la expectativa dondequiera que estén en el paraíso de las letras hispánicas. Porque detrás de la polémica vista en días recientes sobre la eliminación del Español de las pruebas de ingreso a los institutos vocacionales de ciencias de exactas, lo que se aprecia en el debate nacional son cuestiones más profundas, entre ellas la defensa de los cubanos de uno de los pilares de su identidad: el idioma.
Más allá de los criterios de si ingenieros y científicos necesitan o no de un adecuado conocimiento del lenguaje escrito, lo que deberíamos preguntarnos —de entrada— es sobre el papel que desempeña el idioma en la formación de un profesional de excelencia y un ciudadano apegado a verdaderas normas cívicas.
Nos atrevemos a asegurar que la causa de una buena parte de los errores (y algunos no tan errores, sino verdaderos horrores) vistos a diario con el uso de nuestro idioma se origina en no cuidar como se debe su aprendizaje en la familia y los distintos niveles de enseñanza, pese a orientaciones y normativas de todo tipo, sin olvidar otros conflictos como la no debida atención al docente, el éxodo de maestros del sector educacional y las carencias con el hábito de la lectura.
Los bestiarios que vemos a cada rato por ahí, en la esquina más inocua o en el informe más corriente —como escribir ajedrez con «h» y sin «z»—, han terminado por combinarse con otros males y confundir el habla popular con lo marginal en la escritura y el lenguaje oral.
Ojalá nunca se llegue a los extremos, alertados hace algunos años por el maestro Héctor Zumbado en una de sus crónicas, cuando al parodiar ciertos fenómenos escribió: «Nos imaginamos que un eminente cirujano, realizando una delicada operación quirúrgica, dirá de pronto a sus auxiliares: “Oye, asere, alcánzame el bisturí aquel, le voy a dar guiso. Y tú, monina, ponte pa’ las cosas”».
El mundo no anda por ahí (a veces uno quiere tener esa ilusión). Sin embargo, a cada momento aparecen señales de que unos cuantos pueden enrumbarse por ese camino, y es muy posible que otro de los gérmenes en este forcejeo con el idioma se encuentre en el adulterio pedagógico, que consistió en unir —hace bastante tiempo— el Español y la Literatura en una asignatura única, donde en la práctica muchas veces los contenidos de la segunda se les han ido por encima a los de la primera.
El resultado de esas uniones lo sufren los muchachos que arriban a la Universidad y deben enfrentarse a la Gramática Española o a los ejercicios de redacción: las sudoraciones y los malos ratos son para contar historias: Torquemada chupándose los dedos.
Pero existe otro mal —mucho más callado y peligroso—, y es cuando las malformaciones en la enseñanza del lenguaje permanecen soterradas y un profesional recibe su título (algunos con honores), para luego escribir textos durante su vida laboral en los que repite cinco veces una palabra en un párrafo (tan pegaditas que dan tristeza), para no hablar de la falta total de imaginación a la hora de redactar, y donde campea por sus respetos ya ni siquiera la Fe sino una verdadera Fo de erratas.
La lengua española no es un conocimiento de segunda. Quizá algún técnico —demasiado apegado a la técnica— diría lo contrario; porque que, según él, «eso» en la concreta da muy poco. Entonces, en tales casos, deberíamos sacar tranquilamente estos versos, que uno guarda para la novia de siempre y susurrar: cómo voy a creer/ dijo el fulano que la utopía ya no existe si vos/ mengana dulce osada/ eterna si vos/ sos mi utopía.
¡Ay, Mario Benedetti! Y después por ahí dicen que el Español no sirve. ¡Qué pena nos dan!