Hay silencio en la Plaza Mayor y las calles; Remedios sabe que algo le falta, toda la ciudad es una tristeza, una familia inmensa. Las parrandas se detuvieron a la medianoche, cuando ocurrió el desastre, 22 heridos por quemaduras que caen sobre nuestros hombros, unos hombros que supieron levantar la tradición más genuina de la cultura popular tradicional cubana. Este pueblo se conduele y calla, se torna uno solo, un sentimiento, una infinita solidaridad.
Hasta la Casa de Cultura Agustín Jiménez Crespo, donde estaba el puesto de mando de las fiestas, fueron los directivos de los barrios San Salvador y El Carmen. Allí, las recién estrenadas autoridades del gobierno local se preocuparon de inmediato y comenzaron las investigaciones sobre el accidente.
Los primeros lesionados son los mismos habitantes del barrio San Salvador. Seis niños, entre 11 y 15 años, se hallan en medio del drama, algunos de reportes muy graves. A la parranda se le ama y se le teme, se la defiende y se la controla, pero la tristeza fluye sin contención.
La memoria popular viaja hasta el año 1937, cuando Sofía Tata Loyola, de 16 años, murió quemada, en los festejos de Nochebuena. El médico que asistió el deceso dijo entonces que ya las parrandas contaban con su primer mártir. El pueblo recuerda también aquel diciembre de 1995, cuando una manzana de la ciudad sufrió los embates de otra explosión. Son accidentes, nadie los desea, la tradición no tiene la culpa. Remedios baja la cabeza, hace silencio, llora y ama a sus hijos.
Los accidentes son evitables porque existen normativas que reducen su peligro de ocurrencia, como velar por la calidad del explosivo. Si el volador no sube, si se quema a poca altura, todos saben que hay un riesgo potencial para quienes están cerca, más aún si existe allí un polvorín expuesto a las chispas. Sí, pudo evitarse cuando todos vimos —me incluyo— que los fuegos artificiales de San Salvador estaba cayéndonos encima. Caminé unos pasos nerviosos, quizás movido por algún extraño presentimiento y a una cuadra de distancia oí la explosión; segundos después pasaron los heridos.
La pregunta sería ahora para esos padres que en la medianoche dejaron a unos niños fuera de las áreas más seguras y a quienes deben velar por que los menores de edad no estén cerca de la zona de disparo. Una mente infantil no mide el peligro. La respuesta tampoco es que quiten el fuego, ni crearle un estigma fatal a las parrandas de Remedios, sino la meditación, la factura de un mejor sistema de seguridad en torno a la artillería, así como la fiscalización de la calidad y el tiro de los voladores. Si son malos, si no suben, entonces no se usan, porque la vida vale más que la tradición. Las parrandas van a cumplir 200 años y llegarán a los mil, pero el ser humano apenas alcanza la centuria. ¿Cómo decir ahora que ganó San Salvador o El Carmen, cuando todos estamos angustiados por un amigo o un familiar?
No hay divisiones, no se celebra nada, solo cabe preocuparse por esas familias, facilitarles el transporte diario para las visitas de pacientes, aliviarles sus necesidades y auxiliar al Estado en la atención que les ofreció desde el primer momento.
El fanatismo por un barrio u otro no debe llevarnos a desconocer los potenciales peligros de las fiestas. Sabemos que en medio del fragor, del yo tiro y tú tiras, pueden perderse los estribos, deshacerse las áreas de disparo, esparcirse el riesgo. Pero solo nos damos cuenta cuando acontece la desgracia, en el momento en que vemos a un primito abrasado por las llamas nos pasa por el lado un herido inconsciente.
Hagamos de las Parrandas Remedianas el patrimonio de la belleza y la alegría, no el peligro latente de perdernos entre sus alaridos y fuegos.