El jovencito pasó en bicicleta frente al punto de venta de refrescos, con el mundo olvidado. Con una mano sostenía el manubrio del timón y con la otra chasqueaba los dedos, marcando el compás de la música que emitían unos audífonos inmensos. En aquel momento nadie pudo saber quién era el cantante y cuál era la letra; aunque sí se tuvo la certeza de que la música andaba a todo reventar dentro de sus oídos y que el ritmo debía ser bastante movido por los gestos de la mano y el estribillo repetido por el muchacho: un «puchi-puchi-pon», que parecía no tener final.
Nadie pudo descifrar lo que en verdad decía. Y posiblemente, en ese momento, la decodificación era lo menos importante, pues a medida que el ciclista se alejaba lo más trascendente de la escena era quizá el recordatorio de que en este mundo todos tenemos algo de locos —más aún los que se imaginan estar más cuerdos—, y que con esa misma dosis de locura vamos por la vida buscando la felicidad a nuestra propia manera.
Y todo parecía quedarse ahí, estimados lectores, en un saludo de buen viaje y «adiós con tu música, chamacón», hasta que de pronto se oyó un frenazo. Fue un chillido de gomas tan duro y penetrante, y tan lleno de angustia que el público en la refresquera permaneció impávido, con una mirada de terror, mientras en la esquina el muchacho de los audífonos intentaba mantener el equilibrio con la carrocería de un auto a unos milímetros de su cuerpo.
En medio de los gritos del conductor, alguien dijo entre el susto y la lástima: «Es que están locos: todo el mundo anda con esos aparatos y las orejas tapadas». Aquellas palabras devolvieron a los testigos las evidencias de una verdad. Por estos días muchas personas, sobre todo jóvenes, parecen estar convocados por la moda de turno para andar con audífonos a todo volumen y si son bien grandes, mucho mejor.
El estímulo a esa novedad parece nacer en las maravillas de la tecnología y el celular, sobre todo en la posibilidad de conectar los audífonos a la música de los dispositivos móviles por los controles remotos del Bluetooth u otras aplicaciones por el estilo. Y en verdad que es una sabrosura tener un aparatico que nos deje caminar por ahí sin regueros de cables, echándole cascarillas al estrés con la música de nuestro gusto.
Pero resulta que donde la moda y el placer se van con la tragedia es en la tendencia a engavetar los oídos en los audífonos, mientras uno se mueve en bicicleta o en una motorina eléctrica con aires de Fórmula Uno. Transitar, como se ven a toda hora y velocidad, enajenados de las señales de Pare, de esquinas con carros doblando sin «tratamiento siquiátrico», de personas cruzando calles y, por lo tanto, ausentes del timón y del más mínimo peligro en la vía.
Algo por el estilo se padeció hace unos días en la ciudad de Ciego de Ávila, allá por las cercanías de la intersección de la calle Máximo Gómez con el antiguo ferrocarril de la Trocha de Júcaro a Morón. Un tractor doblaba con su tráiler a cuestas cuando se oyó un grito: «¡¿Pero está loco?!», y un jovencito pasó en una motorina convertido en una flecha y casi rozando el frente del vehículo. En medio del susto lo que apenas se vio fue que vestía un short de colores claros y, como distintivo especial a la muerte, unos audífonos pequeños colgados a los oídos como cordones umbilicales de su paraíso sonoro.
Por supuesto, la culpa de este disloque que recién comienza no está ni en las tecnologías ni mucho menos en la música; sino en las ideas que muchos parecen hacerse de cómo se deben conducir en la vida y en los niveles de control que la propia sociedad debe mostrar ante estos fenómenos, empezando por la propia familia.
Un poco de cordura no vendría mal. Porque, virando al revés al refrán, nos daríamos cuenta de que la mala suerte también es loca y a cualquiera le toca, y muchas veces ella viaja en compañía y bajo los alientos de la señora de la guadaña. Aunque muchos no lo quieran reconocer, pese a las insistencias y por más que se tapen los oídos y la cabeza con un par de bellos audífonos.