Me encogí de hombros cuando escuché la frase: «No estamos en una unidad militar». La dijo, malhumorado, un muchacho de preuniversitario.
Según él, en ese centro docente los profesores iban a los extremos para exigir el uso del uniforme escolar y los pelados de los alumnos. «No estoy de acuerdo… deben comprender que nosotros somos jóvenes», remataba sin esconder las transformaciones de su ropa azul.
Mi gesto inicial surgió porque esa postura del estudiante, diseminada en otros de sus coetáneos, delata un deseo de irrespetar reglas y mandamientos pautados por las instituciones. Y porque ese anhelo de desacato ¿inocente? casi siempre se traduce en actos que van más allá de la vida escolar.
Quien se acostumbra tempranamente a romper normas escolares, en actitud de desafío, luego puede irrespetar las sociales. Incluso, en ocasiones esos comportamientos pueden traerle consecuencias muy graves.
No por gusto el Presidente cubano, Raúl Castro, al referirse en julio de 2013 a las indisciplinas que erosionan al país, habló de los uniformes escolares que «se transforman al punto de no parecerlo».
Mirando y escuchando a aquel imberbe pensaba, sobre todo, en sus padres. Si él u otros lograron «entubar» el pantalón, reducir la camisa hasta hacerla parecer un envoltorio de tamales, incrustar una estrella o un pedazo de Sol en su cabeza para ir a las clases… fue, casi seguro, con la ayuda de su familia.
Esa confabulación del hogar a veces nos pasa la cuenta a la vuelta de los años, aunque digamos con los ojos cerrados que las «juntamentas» o la propia escuela «te están echando a perder».
Observando a ese muchacho, con sus gestos lanzados al viento y su uniforme modificado, comparé épocas y medité en el papel formador o deformador de la casa en la actitud de las personas. Pensé, por ejemplo, en mi etapa de estudiante, en la cual asustaba de la mejor forma la advertencia: «Vamos a mandar a buscar a los padres».
Esa oración era un remedio perfecto para retomar el camino, infiltrarse más en los libros, recomponer conductas y ponerse al día en las tareas docentes y extradocentes. Simplemente los padres parecían una institución sagrada, digna de todos los acatamientos, reverencias y honras.
Con ellos no se podía ni se debía quedar mal, aunque en el fondo —y hasta en la superficie— deseáramos andar con los pantalones como tubos de lámparas, las camisas dilatadas (la moda de entonces) y las faldas descubriendo zonas candentes de la anatomía.
La familia también se va constituyendo por ciclos y por tiempos. Los padres de antaño no son los de ahora; pero volvernos cómplices de la desobediencia escolar —más allá del uniforme— no parece un camino que nos conduzca a la virtud.