Está solo a unos pasos de mí, pero como en la escena de una película surrealista se desvanece cuando intento alcanzarla. Escucho su voz y su andar en la escalera, mas cuando llego a cada vértice de la bajada no la veo. Apuro el paso, pero es en vano. Al no igualar la ligereza de su marcha desisto de mi empeño.
Recién acaba una práctica del Ballet Nacional de Cuba, y persigo como un loco a Anette Delgado en la sede de la compañía. Preparo una información sobre las próximas presentaciones, y aunque no tengo idea de qué preguntarle deseo conocer a la artista.
Hace minutos la vi ensayar y no la reconocí a primera vista: desde donde aplaudo habitualmente en las tribunas no se distinguen los rostros en escena. Pero es imposible no percatarse, aun para un desconocedor como yo, de la presencia de tan refinada tonalidad del universo estético. La inexplicable amalgama de suavidad y vigor representa en sí misma un espectáculo.
Sobre las tablas, la bailarina es flemática, pero coqueta; delicada, pero espectacular; empática, pero, a la vez, percibida como «la manifestación irrepetible de una lejanía», como calificara Walter Benjamin al «aura» artística. Al bailar, todos se detienen a mirarla. Desconozco cómo hacen sus compañeros para centrarse en la coreografía.
En la rutina, Anette luce como si se posara, para nuevamente volar en un giro impredecible. Su partenaire, Dani Hernández, la toma de la cintura. Ella se vira de frente. Queda de puntas sobre un pie mientras eleva el otro para formar un ángulo perfecto. Con una mano flota, con la otra se sostiene en un roce casi imperceptible. Por fin se suelta… Entonces el tobillo tiembla, no soporta, se tuerce; el cuerpo pierde el equilibrio y la bailarina cede la pose; pero, al hacerlo, sus brazos se entrecruzan con tal armonía que el error parece parte del libreto. A la falla técnica se impone la gracia natural.
Cuando la música cesa luce como tímida, receptiva al consejo de la maître. La tengo apenas a dos pasos de mí, y la veo respirar fatigada sin esconder la cara de cansancio. No importa cuánto busque: el glamour de hace unos segundos desapareció, para no regresar sino hasta cuando suene nuevamente la música y comiencen otra vez los movimientos. Solo entonces comprendo que La magia de la danza, más que el nombre del espectáculo que se ensaya, consiste en la mutación misma de la artista.
Al retomar la coreografía, parece como si de sus huellas brotara la belleza y, lo confieso, en ese momento le habría besado los pies. Besarle los pies a una bailarina no significa humillación, es como hacerlo en las manos de un pianista o de un cirujano, o en la frente de un apóstol. Es una muestra de admiración más allá de los aplausos y el delirio.
Cuando Anette Delgado termina su rutina me contengo de llevarle el ramo de flores que sujeto en mi imaginación. Entonces está maquillada y vestida con tutú de gala. Giro la cabeza y veo los palcos eufóricos, celebrando la gracia de sus arabesques y el fervor de sus fouettés. Mas, al caer el telón, me pregunto quién sabe el dolor que esconde en sus zapatillas.