Osmany Borges parece pez en el agua cuando llega a la sala aséptica e impersonal, de paredes muy blancas, sillones verdes y aire pulcro. Ha ido tantas veces que la cree suya. En cambio, yo me siento tensa. El miedo por las agujas esterilizadas hace que las piernas se obstinen en doblarse.
Busco con la mirada ayuda en él. Se sienta con naturalidad, sonríe y, sin titubear, extiende el brazo. Me molesto, en cambio, por mi debilidad. La respiración comienza a agitarse.
Mas, este espirituano de 48 años, parece no enterarse. En su mente solo está presente una especie de leitmotiv que le impulsa visitar con sistematicidad el Banco de sangre de la ciudad del Yayabo. Hace dos décadas, conoció de su existencia y, desde entonces, hasta con los ojos cerrados, puede hacer el procedimiento para donar el tan necesario líquido.
«Así ayudo a los demás. Es muy agradable caminar por la calle con la conciencia tranquila por haber hecho un bien», narra, mientras que una de sus venas ha sido tomada por las riendas.
En la historia de este obrero de la Empresa de Servicios, de Sancti Spíritus ya existen empolvadas muchas tarjetas que confirman que suma una cifra superior a 40 ocasiones en las que ha extendido el brazo como símbolo de amor, altruismo y humanismo. Igualmente, lo aseguran los certificados amarillos que le reconocen como donante voluntario de sangre. Incluso, por algún lugar de la casa quedan restos del reloj, que en una ocasión recibió de manos de los funcionarios de los Comité de Defensa de la Revolución.
Pero para Osmany, esos son solo recuerdos. Jamás, ha pensado en recibir nada a cambio por el noble gesto.
«No sabía que existía esto. El coordinador, conversando en el patio de la casa, me motivó. Desde entonces, no lo he dejado de hacer, primero porque me siento bien conmigo y, luego, porque ayudo a otras personas», dice.
A su lado, grabadora en mano, me estremezco al ver la aguja gigantesca que atraviesa su brazo izquierdo. Él, viejo en estas lides sonríe y deja escapar:
«No tenga miedo. No duele y más cuando se conoce cuál es su fin», frase que apacigua un tanto el ritmo desbocado de mi pecho.
Ni tan siquiera hace alguna mueca. Inmediatamente, cierra con ritmo la mano para que la sangre tipo A positiva fluya desde la vena hasta la bolsa.
Recuerda entonces, cuando sedujo a varios de sus hermanos para que también se sumaran. Aunque deja escapar su orgullo por ser el primero de la familia. Ya el donar sangre forma parte de su vida, tan así, que asegura que cuando demora un tiempo en hacerlo, los calambres le estremecen las piernas y súbitos mareos le avisan que algo anda mal.
«No hago ejercicios, ni me preparo; solo trabajo. Parece que es suficiente porque tengo la hemoglobina en 14», aclara, cuando la bolsa parece casi llena.
Aunque es experto en el tema, Osmany Borges no mantiene las estadísticas de cuántos como él lo hacen. Ni tan siquiera se preocupa. Sabe que son miles de personas mensualmente, quienes llegan hasta los diferentes puntos del país habilitados para la extracción del líquido. Conoce que gracias a ello, se puede asistir con eficacia a quienes precisan de una transfusión, intervención quirúrgica o tratamiento por alguna enfermedad o urgencia médica. Incluso, enaltece con satisfacción que la Isla ha sido ejemplo a nivel mundial en donar sangre a otras naciones.
Por ello, más que sentirse un ser especial y único, se sabe un hombre de bien. Quizá, un héroe anónimo porque nunca ha conocido a alguien beneficiado con su fluido rojo.
De momento, regresan, otra vez, las fatigas, obstinadas en recordarme los miedos ante la aguja que sale apresuradamente de la vena. Osmany se levanta del sillón a una velocidad increíble. Me deja varada entre los absurdos temores y mientras camina hacia la puerta de salida, lanza un desafío tan punzante como cualquier pinchazo:
«Y usted embúllese. Aquí se gana más que la sangre que se deja, porque se da vida».