Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El regalo y la tía

Autor:

Nyliam Vázquez García

Lo vi venir. No soy clarividente, pero a veces, adivino. Cuando me anunció su deseo le dije que No. Alto y claro. Es cierto, no lo dejé terminar de hablar, no hubo quién me sacara de la rotunda negativa. Fui dura. Lo sé.

Se puso triste, pero era necesario. El año pasado me había hecho un regalo caro, carísimo, que excedía sus posibilidades y las mías, un regalo que no se parecía a mí. Esta vez no iba a permitir excesos, ni por buenas razones.

Me dio miles de argumentos, todos de peso, transparentes, queribles, pero no me dejé convencer. Si mi madre hubiese visto la escena se habría puesto las manos en la cintura y habría dicho: «Mijita, ¿limosna con escopeta?». Pero ella misma habría concordado con que cuando digo: «Por aquí», ni a tiros es posible hacerme cambiar el rumbo.

Así que él y yo, luego de una larga discusión sobre nuestras discrepancias sobre el asunto, llegamos a un trato: me podía hacer un regalo, pero si aceptaba mis condiciones.

Tenía que ser un libro.

No podía comprar un libro (no podía invertir un centavo en «el regalo»).

Debía ser un libro suyo, uno que él pensara que no podía dejar de leer.

Un buen libro, uno que creyera que me gustaría.

Se fue cabizbajo, ya había hecho planes. No entendió mi tozudez. Dolió verlo partir deshecho. Pero de regreso a la cotidianidad y con un año más en las líneas de los Ojos, mi blog, ahí estaba él. Serio, triste aún, me dio un paquete: «Mira, cumplí todos los requisitos. Léelo, por favor».

Eligió para mí El libro de Teresa, de Armando José Sequera. Historias cortas, las ocurrencias de Teresa, una chiquilla simpatiquísima que se adueñó de mis noches. Un libro hermoso, responsable de todas las carcajadas de las últimas madrugadas en Centro Habana y que me devolvió las ganas de contar cuentos.

No soy clarividente, pero a veces resulta perfecto hacerme feliz a mi manera. Simple. Supongo que nadie mejor para enrumbar las puntadas que bordan mi sonrisa.

Brava

Aprieta la boca, hace muecas, aparta el bocado con la mano. Con tía, dice.

Le hablo.

—Tía te carga y mamá te la da.

—A ver, mi cocuyita, hay que comerse la papa.

—No quiero.

—¡Mira, con tomate…!

—¡No!

—¿Y fritica sola…?

Hace un gesto con la mano.

—¿Y si te hago el avioncito? Está rica esta carnita…

—¡No quiero!

Mamá pierde la paciencia:

—¡Isabela, abre la boca!

Tía vuelve a la carga:

—Mira, cariño, el gigante de Meñique se la come toda, toda la papa. Dale, esta cucharadita.

La cabeza se mueve como un ventilador. Su NO, enfático, rendiría al gigante.

—Mira, solo carnita y tomate…

Abre la boca. ¡Milagro! Otro truco. Abre, mastica como si tuviera espina. Traga.

Asume que ha sido suficiente.

—Mi vida, otra más, la última. ¡Dale… mmm, qué sabrosa!

Se quita el babero, cierra la boca muy duro. Mamá y tía se rinden.

—Isa, tienes que comerte la papa para ponerte grande. No puede ser que todos los días esta hora sea tan difícil. Tía lleva el fin de semana contigo y siempre igual. ¡Tía está brava!

Me mira seria. No dice nada. Piensa unos segundos y…

—Tía, ríete —y se ríe ella para que me contagie.

Me aguanto (ya casi me olvidé de la comida).

—Tía, ríete. Por favor…

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