Cuando uno es pequeño parece una esponja: todo se «pega» fácilmente en la memoria, tal vez porque hay menos «gigabytes» cerebrales ocupados en otra cosa. Quizá por eso se me grabó tan rápido el Himno cubano que me enseñaron en casa, el que entoné a todo galillo el primer día de escuela, de cara al Martí recién ungido con cal y a la bandera izada al compás de aquel canto de guerra que a todos mis amigos, conocidos y por conocer, nos nacía de adentro.
La remembranza se explica sola: aunque hoy tal vez la clase de Educación Musical no utilice los mismos medios de enseñanza, parece improbable encontrar a un solo niño cubano que no conozca letra y música del Himno de Bayamo, que es también el Himno Nacional.
Hay un sano orgullo en este detalle, que atiza la formación temprana de un sentimiento de respeto hacia los símbolos patrios, desde que cada pequeño aprende a cantar la marcha que nos identifica en cualquier parte del mundo, y que se esparce en actos, fechas conmemorativas y actividades de diversa índole, en los que está establecido que el Himno de Bayamo encabece cualquier alocución, por breve que esta sea.
Sin embargo, hace mucho resulta común notar la «humana ausencia» del Himno en varios de estos sitios, por culpa de un silencio que parece agarrado por los pelos, encadenado a la garganta, apretado entre los dientes para que no escape una nota. Ni una sola.
Los labios y los rostros no engañan. Una simulación de movimiento bucal es muchas veces la respuesta, como si cantar el Himno fuese para algunos obligación ciudadana y no, primero que todo, deber de cubanía. Igual pasa con quienes ni se inmutan cuando suenan las primeras notas y se justifican alegando a quemarropa que no saben cantar, como si el nuestro fuera un Himno privativo del bel canto y las escuelas de música.
Tristemente también ha menguado la constitucional costumbre de inaugurar actos, reuniones, asambleas y mítines con esta arenga de lucha; unas veces —me atrevo a imaginar— para ahorrar tiempo, y otras, sin causa definida. Mas, cuando la prominencia del acto no admite silencio alguno, son los operadores de sonido quienes les «suavizan» el esfuerzo a los presentes mediante un CD o archivo digital que «canta» por todos, porque ya es habitual llevar el Himno grabado a todas partes, como si no sobrasen las maneras de alimentar la pereza y la apatía.
Hay quienes oyen la música a lo lejos y se ocupan forzosamente en alguna tarea «imprevista», se esconden en las tiendas o doblan en la esquina. No son todos, no. Pero bastan unos pocos para que a la vergüenza le nazcan alas.
Recientemente, en un mismo día, presencié dos hechos que inspiraron estas líneas: un grupo de pioneros de una secundaria básica representaron la Protesta de Baraguá, que es de lo más glorioso de nuestra historia, y contradictoriamente utilizaron la mismísima estatua de Maceo para protegerse de la mirada colectiva a la hora de cantar, «en silencio», el Himno.
Apenas una hora después, jóvenes convocados a una singular tarea, a la que respondieron con pleno compromiso, solo atinaron a escuchar las notas grabadas, pero nunca se atrevieron a imitar a los «cantores», al amparo de una justificación tan trivial como la pena pública.
A estas alturas no sorprendería demasiado que un día de estos, en medio del gentío, mientras tararea una letra durante tantos años esquiva, alguien se hallara perdido, porque lo que no resulta cotidiano cae por fuerza en el saco del olvido.
Por suerte, y de corazón, somos muchos quienes acunamos ese sentido de pertenencia y orgullo nacional que asalta en los primeros años de vida. Se niegan a cantar el Himno en voz baja o en silencio; y por qué no, quisieran hacerlo en un gran coro, sin tener que avergonzarse al descubrir otros himnos, mucho más largos que el nuestro, cantados siempre con el mismo ímpetu y el mismo gozo hasta que se terminan.