Como las resacas de menta, como las reuniones estériles y prolongaaaaadas, o como una cola de papa a 39 grados Celsius. Así de horrible es la wifi del día después, sobre todo si tienes a una niña de cuatro años al lado y al otro lado (del mundo) a su padre.
Porque una vez que se te ocurra inaugurarle la wifi, sacarle al padre del desierto argelino y ponérselo en la cara es muy probable que, como yo, comiences a quedarte sin respuestas y a confundirte, y a disimular y a convencer(te) de que casi nadie en esta vida está preparado para decir adiós. Y terminas maldiciendo a la wifi que no tienes (o no puedes) y agenciándote un doctorado en economía familiar que te costee la adicción, la eufemística adicción de una vez por semana.
Tú sabes mentir, lo haces perfectamente: estamos bien sin ti, no te preocupes que aquí esto está de maravillas, el sacrificio y la distancia tienen sus recompensas... Pero a los cuatro años no se es tan falso y una niña sí dice quiero que vengas ya, y por qué te fuiste, y pega el cachete al teléfono para que le den un beso y choca con la pantalla del Sony, que ni en su generación más avanzada ha logrado transmitir semejante sensación, a pesar de que, dicen, experimenta con olores y en el futuro podremos olfatear a nuestros seres, vía Internet.
No es ahora, sin embargo; ahora solo lo ve y lo oye, a veces ninguna de las dos, a veces solo una de las dos. La niña te mira y te pregunta por qué en el parque podemos ver a papito y en la casa no, y por qué no vamos todos los días al parque, y por qué, mejor, él no viene al parque, y que por qué se oye tan bajito (esa es fácil porque le dices que está muy, muy lejos). Y ella no entiende y yo la entiendo a ella.
En algún momento nos hacemos muecas tripartitas distendiendo la congoja y llegan esas rachas de dientes por las que yo comería huevo frito toda la semana, solo para pagar el «exceso» de conectividad.
En ese instante bendigo a la wifi e ignoro a la señora contemplativa que creí me diría que esas sandalias, las de maripositas que él le enseñó a la niña, no le iban a servir. ¿Son para ella, no? hubiera rematado, si se hubiese atrevido a hablar del mismo modo en que observó.
Pero ni siquiera la imprudencia, la incomodidad o los minutos que vuelan me hacen maldecir la wifi, así como también se odian una resaca, la cola y la esterilidad. Solo mi hija, al día siguiente, cuando despierta y me pide el teléfono para enseñarle a papito un dibujo que se le olvidó.
*Texto ganador en la categoría de prensa escrita, en el Concurso Nacional de la Crónica Miguel Ángel de la Torre, en su edición de 2015. Tomado del sitio web del periódico Invasor.