Hace años, Aarón Yelín realizó un breve documental titulado Muy bien. Mostraba una clase de dibujo en un aula con niños pequeños. La maestra conducía el proceso hacia el logro de una supuesta perfección. Despojaba a los niños de la capacidad de expresar su imaginario personal hasta alcanzar el estereotipo clásico del paisaje, la casita y las lomas al fondo. En sentido inverso, una experiencia en un pueblo de construcción moderna nombrado La Yaya evidenciaba el valor de la imaginación para el crecimiento armónico de la personalidad.
Alumnos de primaria, los muchachos acudían a una minibiblioteca en forma espontánea como vía de recreación. Leían y debatían historias, escuchaban música y se entregaban luego a pintar con plena libertad. Recién trasplantados a un hábitat comunitario con acceso a la electricidad y la televisión, entraban también en una escuela diferente, con aulas separadas por grados y un enfoque actualizado de la enseñanza de las matemáticas. A pesar de las ventajas respecto al bohío aislado, con escasa iluminación de mechero y permanente olor a luz brillante, el cambio significaba un ajuste difícil que se reflejó en su rendimiento escolar. En el aula, sus resultados dieron un imprevisto salto hacia adelante.
Muchos habían disfrutado del agua tibia de las bañeras hasta que Arquímedes observó el movimiento involuntario de sus piernas y dedujo, haciendo un salto en el vacío, el principio de la palanca, capaz de mover el mundo. Carlos J. Finlay no se valió del microscopio para encontrar la clave de la transmisión de la fiebre amarilla. Advirtió que el contagio no era por el contacto entre las personas. Situado en una perspectiva urbana, advirtió el modo singular de propagación. Los focos no se producían de casa en casa y, a veces, cruzaban la calle. Tenía que haber un vector, muy probablemente, un insecto. Se trataba tan solo de identificarlo.
El vuelo de la imaginación elude los caminos trillados. A campo traviesa, toma datos de la realidad y establece nexos inesperados, como el arqueólogo que reordena los fragmentos dispersos de una ruina. De esa experiencia, puede extraerse un método aplicable en situaciones similares. Pero, los métodos también son perecederos. La tradición racionalista francesa califica a la imaginación como la loca de la casa. Es una loca indispensable para la supervivencia de nuestra especie. Merece cuidado y estímulo amorosos.
Fuente de creatividad, la imaginación interviene en el desarrollo de la ciencia, de la vida y de las artes. Padres y educadores tienden a castrarla. Con frecuencia, reafirman lo ya sabido. Inhiben la formulación de porqués, esa curiosidad innata que se manifiesta en la primera infancia. En la práctica cotidiana más inmediata, nos induce a mejorar el espacio donde vivimos y adecuarnos a nuestros gustos y necesidades reales. Nos enseña a disfrutar mejor de nuestro tiempo libre, rompiendo las ataduras de la rutina. Y, sobre todo, a conocernos mejor y explorar nuestro entorno para construir nuestro futuro. Me aterra escuchar en muchos jóvenes la voluntad de superarse sin poder definir en qué dirección. No satanizo los grupos juveniles que se concentran en la calle G. Han encontrado una rutina gregaria para matar el tiempo en las edades más prodigiosas.
Alguna vez se habló de imaginación sociológica habilitada para penetrar en los intersticios de las categorías generales formuladas por la ciencia, sin negar por ello la validez de sus principios generales. Burguesía, clase obrera, campesinado, son definiciones nacidas del examen de la sociedad. No se comportan de la misma manera en los países industrializados y en los que emergen del colonialismo. Cada una de ellas tiene estratos y matices que responden a razones culturales. Crece la población del planeta y, a la vez, los procesos de automatización e industrialización producen masas desclasadas y marginalizadas. En los Estados Unidos, la introducción de la máquina para recoger algodón desplazó a millares de antiguos esclavos hacia Detroit y Chicago. Transformarse en obrero requería calificación y cambios profundos de forma de cultura. Una parte logró vencer el obstáculo. Otros quedaron marginados. Se impuso más tarde una economía de servicios, aparejada a la decadencia de los grandes centros industriales. El desafío fue mayor, unido a la selección racista para algunos cargos. Ahora, la computadora ha impulsado un nuevo descarte. Las masas desarraigadas plantean nuevas interrogantes.
Para nosotros, en medio siglo ha habido cambios radicales. Quienes tienen mi edad, los han vivido en carne propia. Para algunos, el proceso ha sido difícil. En tan acelerada evolución, hay que tener en cuenta, además de las bien conocidas causas objetivas, el peso preponderante de la subjetividad. Se impone estudiar de cerca los grupos humanos que componen nuestra sociedad, con instrumental procedente de distintas ciencias sociales. En tan compleja contemporaneidad, el vínculo interdisciplinario es imprescindible. A la acostumbrada clasificación por edades, orígenes, condición urbana o rural, se me ocurre añadir el análisis del espacio en que todos conviven, vale decir, del barrio visto transversalmente, incluyendo la relación de sus habitantes con las instituciones. Un muestreo en profundidad que contribuya a dilucidar las expectativas de vida, la diferencia de ingresos y el arraigo de una mentalidad surgida en una cultura de la supervivencia, favorecería el diseño de políticas ajustadas —no solo en lo económico, sino también en lo cultural, lo social y lo educacional— a las exigencias de la Cuba de nuestros días.