Acostumbrada a desconfiar, no bien pasados los primeros días del regreso de Ulises, Penélope se dio cuenta del peligro: el gran guerrero ya no era del todo su marido. El hombre que por fin amanecía a su lado sobre el manto cuidadosamente tejido, primorosamente deshecho, debió ser burlado por alguna troyana que planeó entrar en las noches a las sábanas más blancas de Ítaca y torcerle las ganas con su vientre de vértigo, su cintura filosa, con sus ojos de lidia y sus labios de miedo. Ulises, el astuto Ulises, no sabía que, al volver a casa, en el pecho de querer a su reina le habían puesto un caballo de madera.
Seguramente la gran prensa no hablará de su desgracia: tomaba el sol en Tijuana y, sin más ni más, la secuestraron a lo alto. Luego la condensaron sin ningún miramiento para dejarla caer estrepitosamente. Cuando al fin pensaba en descansar, fue esposada y detenida por agentes federales que quieren saber cómo ella, la gota de agua, entró sin documentos a territorio estadounidense.
Después del baile y la ilusión, de las 12 campanadas, de la fuga y todo lo demás, el mayordomo de palacio cumplía su encargo: iba de sitio en sitio comprobando qué zapato era el hermoso propietario de la muchacha de cristal que quedó tirada en la escalera.
Que todo aburre. Con el paso del tiempo, dejó de gustarles la carne de vaca. Ahora, para pasar el Amazonas con seguridad, el rebaño de reses solo tiene que honrar a las pirañas echando al agua un viejo pastor.
Con 40 enemigos fuera de juego, viejo, rico y decidido a jubilarse, Alí Babá fue hasta la cueva a retirar su larga cuenta de ahorro. Pero había pasado el tiempo y su memoria no era la de antes.
Una vez pronunciado el «¡Ábrete sésamo!», una rara frase en árabe desconcertó al antiguo leñador:
—La contraseña es incorrecta. Word no puede abrir…