Un personaje exquisitamente delineado le ha nacido por estos tiempos a nuestro universo humorístico: Ruperto, quien le ha subido la sazón al programa televisivo Vivir del cuento. Él: que camina un paso hacia delante y unos cuantos hacia atrás; que afirma haber tenido las mujeres «a pululu» (de pulular); que anclado a costumbres de otra época por un coma, un letargo que lo mantuvo al margen de todo durante 25 años, compara para sonrisa y hasta carcajada nuestras los precios de su época y los de ahora.
Por sus matices, por su historia de vida, no se puede afirmar que Ruperto encarne la suerte de un simple hazmerreír: uno termina sintiendo respeto por su elegancia demodé, por su aferramiento que le impide abandonar sus fantásticas evocaciones y le impide un aterrizaje forzoso encima del pesimismo y de la vulgaridad.
Muchas y muchos me recuerdan al personaje magistralmente encarnado por el actor cubano Omar Franco: hace unos días, con ciertos visos rupertianos, coincidieron en mi casa dos hombres que podrían ser mis padres, quienes, no sé cómo, desembocaron en el tema de los radios soviéticos (VEF, entre otras marcas) que en más de una ocasión se ganaron al resultar vanguardias en temporadas de cortar caña. Empezaron a describir, mano a mano, el impacto que tenía en sus coterráneos aquel artefacto sonoro que era en casi todos los casos símbolo del mérito de su dueño. Y de ahí saltaron a los primeros televisores de la barriada, ganados también en zafras azucareras, que en los primeros años resultaban ser el «cine» del vecindario.
Estos personajes rupertianos, que no sufrieron letargos pero que evocan como el Ruperto humorístico los precios de ciertos productos comestibles y de ciertas reservaciones hoteleras de los 70 y los 80 del siglo XX, han tenido una capacidad de adaptación admirable, y aunque cuentan en sus hojas de servicios con misiones cumplidas como haber subido varias veces el Pico Turquino o haber estado combatiendo en África, no han dejado de trabajar y de luchar, pues se morirían de tristeza si asumieran, voluntariamente, una suerte de parálisis como seres sociales.
Eso sí, no dejan de asombrarse por «cómo está la vida, señores…», y se acuerdan del ron Coronilla, de los Pío Pío, de los restaurantes finos, de los viajes largos y a precios no exorbitantes por la Isla… Y con esas semblanzas nostálgicas nos hacen pensar muy en serio en cuánto habrá que esforzarse para tener, algún día, realidades al menos someramente parecidas a las recordadas.
Ruperto, además de hacerme reír, me inspira respeto y ternura, porque ya que las cosas toman su valor en contraposición con otras, en él habitan valores «conservados» por el coma y que, con tan solo manifestarse a través del «desfasado», gritan la necesidad de traerlos de vuelta y acrecentarlos en quienes hoy están en la plenitud de la vida: hablo de la cortesía, el optimismo, la autoestima por el techo, el entusiasmo, la alegría de estar…
Sí, ya sé que el hombre es moldeado por sus circunstancias, y que las misiones de entonces no son las de hoy, y que hubo tareas duras, de las que nacieron «a pululu» mujeres y hombres duros. Pero para algo sirve el pasado reciente: para recordarnos, a través de testimonios de muchos Rupertos y Rupertas veraces, sobre ciertas buenas referencias, para alumbrarnos sobre el tamaño de las metas que tenemos por delante, sobre la envergadura de las cuestas pendientes de remontar.